Lectura obligada
La trastienda de un togado
Recensión de Hay dos cuerpos en la nevera y otros crímenes, de Hiram Sánchez Martínez, Ediciones Hache Silente, Casa Yaucana TAINDEC, 202 págs., 2022
Alberto Medina Carrero[1]
«La mayoría de los detalles más íntimos del caso me los había tenido que imaginar y, aunque sencillo en sus hechos, no lo fue en ciertos asuntos de los que tuve que disponer». Así, con esta confesión del autor, comienza el segundo relato de los que componen este libro revelador de la tarea adjudicativa en nuestro Tribunal de Primera Instancia. Ahí están las claves para entender lo que tan logradamente ha realizado Hiram Sánchez Martínez en esta obra.
Y es que, partiendo de unos sucesos de la vida real – no siempre del todo claros en trasfondo e intenciones – el autor ha puesto a correr su fértil imaginación para dar mayor coherencia a datos y versiones de la verdad extrajudicial, ésa que muchas veces no desfila en el salón de sesiones de un tribunal. Por ello, este libro es mucho más que una memoria de su paso por la judicatura de primera instancia. Es una obra de creación literaria como las muchas otras que el admirado amigo ha escrito, con gran éxito editorial.
Mas, en la cita hecha hay otro elemento valioso que define el tenor de este texto. El autor deja entrever que, más allá de contarnos lo ocurrido en estos casos, nos hará partícipes de las complejidades del proceso judicial. Es de todos conocida su voz orientadora sobre la administración de la justicia, así como en otros aspectos de la vida pública puertorriqueña, presente en prensa, radio y televisión. Igual ocurre en este libro, en el cual aprovecha para explicar y aleccionar al lector acerca de la ley y sus procesos.
Por supuesto, lo más valioso en este aspecto es el comentario, la cavilación y la emoción con la que Sánchez Martínez escucha y ve el drama judicial que se desarrolla ante él, y del cual es unas veces figura central y otras asume un papel menos protagónico. Se ocupa de decírnoslo de esta manera:
«Generalmente, al finalizar el desfile de la prueba, ya yo quedaba convencido de si se había probado la culpabilidad del acusado fuera de duda razonable o no. Cuando el caso era por tribunal de Derecho y la prueba no se relacionaba con asuntos muy técnicos o imbricados, los informes del abogado defensor y del fiscal aportaban muy pocos elementos nuevos. De modo que yo tenía una idea de cómo debía resolver este caso, pero escuché con atención los argumentos finales de las partes, especialmente porque había planteamientos relacionados con la identidad de los autores de estos crímenes y parte del caso se apoyaba en una pieza inédita de prueba – el ADN – que hasta ese momento no se había visto en los tribunales de Puerto Rico. No quería pasar por alto ningún aspecto de la prueba o de su enfoque».
La cita es nuestra elocuente del empeño didáctico del autor. No estamos meramente ante un escritor ingenioso con interesantes historias que contar, sino uno con la misión de brindar luz a las áreas menos conocidas y entendidas de la administración de la justicia por parte de los legos en la materia, que es la población en general. Con ello cumple con uno de los deberes éticos de la abogacía y de los servidores públicos, santo y seña que aun en su jubilación conserva y distingue.
También es santo y seña del autor su capacidad descriptiva, con atención minuciosa a los detalles que ambientan lo que relata. De esa manera nos coloca en la escena, en el lugar de los hechos y en la situación dramática que nos narra. Veamos el siguiente ejemplo tomado de uno de los relatos de este libro:
«Llegaron a la calle Alfredo Quintana del barrio Balboa a la medianoche y se detuvieron como a doscientos veinticinco pies de distancia, en la calle perpendicular más cercana, en un lugar con buena visibilidad del carro de Alfonso, que estaba estacionado frente a su casa, al otro lado de la calle. Apagaron el carro y sus luces y permanecieron dentro; Mike tras el volante y Terry a su lado en el asiento del pasajero. La calle recobró el silencio quebrado momentáneamente por el sonido del motor del vehículo al llegar. Estaba desierta. No se veían automóviles transitando ni peatones. Los balcones estaban vacíos, y solo podía observarse una que otra luz interior incandescente y mortecina en algunas casas alejadas del lugar de donde se encontraban. Esperaron largo rato hasta que percibieron que ya todo estaba apagado, salvo los focos de los postes con poca iluminación. Era evidente que todos los residentes de esa calle se habían retirado para recuperar las fuerzas para el siguiente día de trabajo. Había llegado el momento de actuar».
Contado de esta manera, el autor logra crear una atmósfera de tensión y anticipación como la que solía verse en las películas clásicas del llamado «Maestro del suspenso» Alfred Hitchcock. En ellas eran la imagen, las luces y las sombras, los ángulos de cámara y otros elementos de la cinematografía. En estas páginas son las palabras cuidadosamente seleccionadas y el ritmo narrativo con el que fluyen, provocador de la gama de emociones que el relato exige, pero, sobre todo, que el autor interesa transmitir, pues es él quien decide dónde y con qué amplitud e intensidad pone el foco de su atención y, por ende, la nuestra como lectores.
Esa maestría narrativa tiene otras vertientes, unas un tanto escabrosas, que en otras manos resultarían en pasajes vulgares y morbosos. Véase la forma sugestiva pero a la vez elegante en que el autor describe una relación sexual que es asunto medular en uno de los casos sobre los cuales escribe en este libro:
“La mujer – porque ahora ella había dejado de ser el cervatillo indefenso o la serpiente astuta – para volver a ser la hembra sumisa y vapuleada comenzó a sentir los ramalazos de la lengua tibia de él sobre la nuca. No había duda: Luiggi era un artífice de los juegos sicalípticos que suscitaban en ella esos espasmos inexplicables que vencían su voluntad, esos cosquilleos que le recorrían todo el cuerpo y la disponían para la batalla cuerpo a cuerpo que terminaba siempre por dejarla sin fuerzas, pero abrazada a su enemigo. Eran las batallas que, perdiendo, ella ganaba».
Y un poco más adelante, refiriéndose al hombre nos dice que «deslizaba su mano abierta hasta sentir la parte eréctil de sus pechos dispuestos bajo la blusa. Luego prosiguió la aventura de deslizamiento hasta palpar la vellosidad erizada del bien y el mal, la trinchera donde se ganaban o perdían las grandes batallas.» Y termina diciendo que «procedió a echarse a la boca el lóbulo blando de una de sus orejas y a chuparla con maestría, como él sabía que a ella la arrebataba. Fue cuando Luiggi escuchó el gemido tierno que anunciaba la hora de mudarse a la cama».
Como dije, este pasaje cargado de erotismo no es algo incluido para satisfacer un interés morboso, sino por necesidad de exponer la situación de dos seres atrapados en una relación enfermiza de codependencia emocional con un alto contenido sexual. No se entiende el delito cometido por el agresor y la tolerancia de la mujer a una vida de malos tratos, si no se comprende ese aspecto de su relación sentimental. El autor se ve obligado a exponer esa intimidad malsana, y lo hace con elegancia ejemplar.
Quienes conocemos bien al autor – y me precio de ello – sabemos de su honradez personal e intelectual a toda prueba y su fino sentido de lo justo. Este libro es una prueba más de esas cualidades que lo adornan. En uno de los dos casos civiles que incluye, Hiram admite un error cometido por él. Con admirable sinceridad, el autor nos confiesa:
“Debo admitir, sin embargo, que al conceder esos $278,000 cometí un error». Y luego de explicar su error, expresa:
«Imaginé de inmediato que el Tribunal Supremo se encargaría de enmendar mi error. Sin embargo, cuán grande fue mi sorpresa al recibir, varias semanas después, una resolución del Tribunal Supremo en la cual este simplemente disponía «no ha lugar» al recurso, lo cual significaba que el Supremo había dejado intacta mi sentencia por los $278,000. Debo suponer que los jueces del Supremo concluyeron que, aunque mi sentencia no se había apegado al texto riguroso de la ley, al menos le había hecho algo de justicia a aquellos niños maltratados por Luis Enrique Avilés Beltrán, debido a la tolerancia e indiferencia del Estado. Un caso que demostraba que Derecho y Justicia no siempre andaban de la mano, pero que, si la sentencia hacía Justicia, aunque en ese aspecto de Derecho fuese errónea, debía ser confirmada.
Y me sentí cómodo con mi error».
Y nosotros como lectores nos sentimos complacidos con esta muestra de valentía moral de un togado ejemplar. Contrasta con lo dicho hace muchos años por un juez del entonces Tribunal Superior, admitiendo que decidía un caso «contra su noción de lo justo» porque entendía que era su deber aplicar la norma jurisprudencial establecida por el Tribunal Supremo de Puerto Rico, aunque resultara en una injusticia. Lo relatado en estas páginas demuestra que Hiram Sánchez Martínez no suscribe esa tesis adjudicativa en lo judicial. Porque él entendió siempre que el tribunal es de justicia y no meramente de ley, y que los jueces están ahí para hacer justicia y no aplicar mecánicamente una ley o una norma dictaminada por un tribunal de instancia superior.
El pudor personal y profesional del autor en su labor judicial queda evidenciado claramente en el caso en que, juzgándose a un alguacil por agresiones a su amante, su abogada pide conferenciar en sala con la fiscal y el juez. Sobre ello, el autor nos dice:
«Yo era renuente a este tipo de ‘acercamiento’. Estaba convencido que esta era una de las prácticas que más suspicacia levantaba entre los ciudadanos presentes en el salón de sesiones, quienes no sabían lo que el juez y los abogados ‘tramaban’ en secreto. Sentía que esto era como administrar justicia a puertas cerradas. Y, por tratarse de un acusado que, a su vez, era un empleado del Poder Judicial, me pareció más aconsejable mantener a oídos de todos la comunicación relacionada con el trámite del caso».
Por esa sensibilidad, nos hace partícipes de su inquietud cuando un jurado emite un veredicto que él considera erróneo, por no haber apreciado correctamente la prueba presentada o haberse dejado llevar por consideraciones ajenas a la justicia. En todos los casos de este libro, vemos y escuchamos el drama judicial a través suyo, con el beneficio del comentario esclarecedor. El lector se convierte así en el jurado número trece, con el beneficio añadido del saber jurídico del juez y la sagacidad de un juzgador de los hechos con experiencia en adjudicar credibilidad a testimonios a base de lo que se dice y cómo se dice con voz y gestos.
Por ejemplo, cuando declara un psiquiatra como perito en el primero de los relatos de este libro, el autor percibe que lo hace con la intención de favorecer a la acusada, cuya defensa busca convencer al jurado de que ella sufrió de una especie de locura temporal mientras cometía los hechos delictivos. Así nos lo cuenta:
«Yo no estaba seguro de por qué razón el doctor Elizondo lo hacía, pero esta era mi hipótesis: en la entrevista que le realizó el abogado de defensa al doctor Elizondo pudo haber salido a relucir que, si Marina era declarada culpable por el delito de robo del bebé, yo podría sentenciarla a cumplir hasta cuarenta años de reclusión en la prisión de mujeres de Vega Alta, una pena que a todas luces a él pudiera parecerle desproporcionada en relación con los hechos específicos del caso. En cambio, si el jurado la declaraba culpable del delito de privación de custodia de un menor – un delito menos grave que estaba diseñado para una madre o un padre no custodio que «secuestra» a su propio hijo contrariando un dictamen judicial (generalmente en un proceso de divorcio y custodia) yo podía sentenciarla únicamente a un máximo de seis meses de cárcel o multa de quinientos dólares. Fue mi percepción – no un hecho probado – que fue ahí cuando al psiquiatra Elizondo se le ocurrió valerse de la teoría de la «capacidad mental disminuida» para conseguir la reducción de la condena de cuarenta años a solo seis meses de reclusión».
Termino refiriéndome al último de los relatos de este libro, que para mí fue el primero. Sucede que Hiram me contó ese caso hace muchos años y fue lo que me inspiró para sugerirle que escribiera este libro. Era un caso sencillo y quizá porque había sucedido en el área oeste y visto en la Sala de Mayagüez, mi pueblo, lo fijé en mi memoria. Más importante aún, se trataba de un asunto profundamente humano, de hacerle justicia a un hombre humilde frente a un gran interés económico.
Léanlo, y se darán cuenta de por qué Hiram Sánchez Martínez tiene razón al concluir el relato y su libro diciendo: «Al final, resultó ser que ese día la Justicia y el Derecho anduvieron juntos de la mano».
[1] Leído por este autor el 18 de marzo de 2023 en la librería Casa Norberto