A 45 años del Cerro Maravilla
Roberto Ariel Fernández
La verdad es inconveniente para gobernantes y gobernados. Desde su plataforma de poder, los primeros hacen uso de las armas de la publicidad y la demagogia para difundir mentiras que parezcan ciertas o medias verdades. Los gobernados procuran creerles, y así mantener la ilusión de que «todo está bien».
El martes 25 de julio de 1978 yo estaba en Bayamón, participando en la parada del gobierno del E.L.A. Tenía entonces 14 años de edad. Tres semanas antes había participado en la parada del 4 de julio, en San Juan, como miembro de la Banda Escolar de Cidra. Ese fue un día tenso, debido a un incidente en el consulado de Chile.
No fue hasta que regresamos de Bayamón que nos enteramos del anuncio del gobernador Carlos Romero Barceló sobre un «ataque terrorista» a unas torres de comunicaciones, y la «gesta» de los policías que, según Romero, eran héroes por evitar el ataque. En el incidente, anunció el gobernador muy ufano, los policías hirieron de muerte a dos supuestos «terroristas». En la historia colonial de Puerto Rico, ese 25 de julio opacaría al anterior 4 de julio.
Dos años después, estaba con mi familia viendo en televisión las entrevistas de Carmen Jovet a Julio Ortiz Molina y a Romero Barceló. Esas entrevistas me impactaron, pues mi instinto me indicaba que el morador de La Fortaleza era mendaz y demagógico, y que el chofer de taxi era honrado y veraz, un hombre que insistía en una verdad que solo le había traído angustia. Esa noche, frente al televisor, lloré la muerte de Arnaldo Darío Rosado Torres y Carlos Enrique Soto Arriví.
Rara vez se puede especificar un evento, un solo momento en el cual de súbito se pierde la inocencia; cuando se percibe por vez primera que el mundo es un lugar mucho más incierto y peligroso de lo que te ha parecido en tu corta vida. Esa noche de 1980 fue el comienzo en mí de un realismo que ha sido puesto a prueba desde entonces con bombardeos propagandísticos y con nuevas tentaciones para creer que todo está bien.
El humilde chofer de taxi le contó, lloroso, a Carmen Jovet que, cuando lo llevaron fuera de la escena, dejó vivos, desarmados e ilesos a los dos jóvenes; para luego, junto al policía Quiñones, escuchar disparos adicionales. Esos fueron los disparos con los cuales varios agentes de la Policía de Puerto Rico le quitaron la vida a los «terroristas». En la entrevista con Jovet, y en ocasiones anteriores y posteriores, Romero Barceló llamó mentiroso a don Julio Ortiz Molina –«siempre habla quien menos puede», decimos los jíbaros– pero el chofer era veraz, y Romero arriesgaba mucho, si se investigaba con seriedad lo que ocurrió. (No se ha enfatizado lo suficiente que la prueba pericial –la prueba balística, las autopsias– contradijo desde el primer día la versión fantástica de los policías).
En las elecciones de dudosa legitimidad de 1980, Romero Barceló resultó ganador, pero su partido perdió el control de la legislatura. La investigación legislativa sobre lo que ocurrió en Cerro Maravilla, que comenzó a principios de 1981, fue posible porque el partido de oposición controlaba el Senado, bajo la presidencia de Miguel Hernández Agosto, un político sagaz y articulado. Durante el primer cuatrienio de Romero Barceló como gobernador, la mayoría en la legislatura estaba compuesta por miembros de su Partido Nuevo Progresista. El Senado, entonces presidido por el ex gobernador Luis A. Ferré, no investigó lo que ocurrió; tampoco investigó la Cámara de Representantes, entonces presidida por Angel Viera Martínez.
Con toda probabilidad, el Senado del PPD no habría investigado, si el primer ejecutivo en 1978 hubiera sido Rafael Hernández Colón y los asesinatos hubieran ocurrido de todas maneras. Claro, eso no cambia el hecho de que la investigación fue un ejercicio legítimo de las facultades legislativas del Senado. No es menos cierto que esa investigación fue posible por el fortuito resultado de las elecciones de 1980. Ambas realidades, los beneficios de la investigación y el tribalismo partidista –que incluye proveerle apoyo incondicional e impunidad «a los de uno»– hay que tomarlas en cuenta a la hora de estudiar este capítulo de nuestra historia.
A 45 años de los asesinatos de Soto Arriví y Rosado Torres, me interesa reseñar algo de lo que se ha hablado muy poco. Me refiero a ciertos aspectos del drama de Maravilla según se escenificó en los tribunales federales –el del distrito de Puerto Rico y el del primer circuito– y el hecho insólito de que los abogados de Carlos Romero Barceló también representaron a muchos de los policías que estuvieron presentes en Cerro Maravilla aquel 25 de julio de 1978, con el propósito de entorpecer la investigación senatorial.
Los hechos
Primero, procede hacer un resumen de lo que ocurrió en Cerro Maravilla, según surgió no sólo de la investigación senatorial, sino de los litigios penales y civiles en los tribunales de Puerto Rico y de Estados Unidos que sucedieron a tal investigación. El líder del grupo que secuestró al chofer de taxi era el agente encubierto Alejandro González Malavé. El plan que les presentó González Malavé a Soto y a Rosado era tomar control de la torre de transmisión del Canal 7, y difundir un mensaje en el 80mo aniversario de la invasión de Estados Unidos a Puerto Rico. Al llegar cerca del área de las torres, agentes de la policía los estaban esperando. Varios de ellos dispararon. En la confusión, hirieron en una mano al agente encubierto.
A Soto y Rosado no los hirieron en ese primer tiroteo. Ambos alzaron las manos y estaban de rodillas bajo la custodia de la policía cuando, minutos después, les dispararon: a Rosado con una escopeta; a Soto con tres disparos de pistola, el último en el pecho, que resultó ser mortal. Los policías se pusieron de acuerdo para testificar que dispararon «en defensa propia». Pero los jóvenes nunca dispararon y se entregaron al concluir la primera ráfaga de disparos, todos hechos por los policías. Luego de varios minutos, los mataron a sangre fría. Tanto el chofer del taxi (Julio Ortiz Molina) como el policía Jesús Quiñones y el celador del Canal 7 Miguel Marte testificaron que, varios minutos después de la primera ráfaga de disparos, escucharon disparos adicionales.
La prueba balística y pericial siempre contradijo la versión de los policías, quienes mintieron sobre todo lo que ocurrió, incluso la posición desde la cual dispararon. Por ejemplo, la foto del cadáver de Rosado indicaba que había muerto a causa de un tiro de escopeta, disparado a cortísima distancia y hacia abajo, mientras que los policías testificaron que dispararon desde el suelo y hacia arriba.
A Soto Arriví le dispararon en una pierna y, al intentar taparse de un segundo disparo, le hirieron en un brazo. El adolescente les pidió que el próximo tiro fuera a la cabeza, «pa’ no sufrir». El tercer disparo fue al pecho. El joven quedó moribundo. Murió pocos minutos después, en un carro de la policía.
El gobernador Carlos Romero Barceló estaba en Bayamón, presidiendo la conmemoración de la fundación del E.L.A. El mensaje que recibió desde Maravilla fue «misión cumplida». Al recibirlo, Romero anunció que «unos terroristas» habían muerto, y que los policías eran héroes.
El drama se traslada al foro judicial
A los asesinatos en Cerro Maravilla le siguieron dos «investigaciones» de las autoridades del gobierno de Puerto Rico, ambas diseñadas para exonerar a los policías de cualquier transgresión a sus deberes y a las leyes penales del país. La investigación del FBI y fiscalía federal fue también deficiente en extremo. La división de derechos civiles del Departamento de Justicia de Estados Unidos también falló.
Para cuando comenzó la investigación del Senado de Puerto Rico en 1981, los familiares de los asesinados habían presentado en el tribunal federal una acción por violación de derechos civiles contra el gobernador Romero Barceló y varios agentes y oficiales de la policía. El abogado principal de Carlos Romero Barceló en ese litigio era Richard L. Cys, de Verner, Liipfert, Bernhard & McPherson (un bufete con sede en Washington, D.C.). El abogado de Ángel Luis Pérez Casillas y del resto de los policías (excepto González Malavé) era Héctor M. Laffitte (quien luego en esa década de 1980 fue nombrado juez federal).
La confrontación entre el Senado y la administración de Romero comenzó temprano en 1981. El entonces Secretario de Justicia del E.L.A., Miguel Giménez Muñoz, se negó a entregar unos documentos que le requirió la Comisión de lo Jurídico del Senado. Se amparó Giménez Muñoz en una orden del Juez de distrito federal Juan M. Pérez Giménez, dictada en el litigio de los familiares contra el gobernador y los policías. Esa orden de Pérez Giménez limitaba la divulgación pública de los documentos que eran parte del descubrimiento de prueba y de los testimonios en las deposiciones. El juez obligó al Presidente del Senado, Miguel Hernández Agosto, a comparecer al tribunal para inquirir sobre las motivaciones del Senado para llevar a cabo la investigación de Maravilla.
El problema con la pretensión del juez era que la inmunidad parlamentaria no permite que foros ajenos al legislativo inquieran sobre las motivaciones de los legisladores. La norma de derecho es que, si el legislador está llevando a cabo una actividad legislativa, no es propio inquirir sobre «sus razones» para llevar a cabo tal actividad, mucho menos que el foro judicial o ejecutivo inquieran sobre ellas. Amparándose en tal norma, e instruido por sus abogados, Hernández Agosto se negó a contestarle al juez por qué se estaba llevando a cabo la investigación.
Ante la negativa de Hernández Agosto, el juez -quien se vio tentado a encontrar incurso en desacato al Presidente del Senado– le dio la razón al Secretario de Justicia de Puerto Rico, y dejó sin efecto los requerimientos de documentos de la comisión senatorial. El Tribunal de Apelaciones de Estados Unidos para el Primer Circuito revocó la orden de Pérez Giménez. In Re San Juan Star, 662 F. 2d 108 (1981). Esa fue la primera victoria del Senado y de sus abogados boricuas contra Romero Barceló y su carísimo abogado, Richard L. Cys. Pero, en 1983, las vistas públicas del Senado se interrumpieron como consecuencia de una orden del juez Pérez Giménez, a petición de un grupo de policías.
Los policías, citados a comparecer en vista pública, presentaron una acción en el tribunal federal para que se les eximiera de comparecer y testificar. El abogado de los policías no fue otro que el abogado de Romero Barceló, Richard L. Cys, del carísimo bufete de Washington, el mismo que los policías no podían pagar. ¿Quién pagó esos honorarios de abogado? Buena pregunta. Los pobres policías no pagaron esos honorarios.
En una orden de interdicto preliminar, el juez Pérez Giménez no se limitó a prohibir que obligaran a los policías a testificar en vistas públicas, sino que también prohibió hacer públicos los documentos que se obtuvieron del Secretario de Justicia Giménez Muñoz. De nuevo, el Primer Circuito revocó al juez, en Colón Berríos v. Hernández Agosto, 716 F. 2d 85 (1983).
Coda
Como consecuencia de esa segunda derrota de los obstruccionistas y encubridores, se reanudó la investigación y, ante la presión y las contradicciones entre la prueba forense y su absurda versión de «defensa propia», varios de los policías admitieron los asesinatos. Eso ocurrió en horas de la noche, durante una sesión ejecutiva de la Comisión de lo Jurídico. Dos senadores del partido del gobernador, miembros de la Comisión, salieron del Capitolio hacia la Fortaleza para informarle a Romero Barceló lo que había ocurrido.
Al otro día, Romero Barceló hizo su show mediático, el cual incluyó la demagogia de decir que las investigaciones de su gobierno no tuvieron el beneficio de que los policías dijeran la verdad. Imagínense si para esclarecer los crímenes hubiera que depender de la confesión de los malhechores.
El Departamento de Justicia de Puerto Rico no quería que se supiera lo que había ocurrido, porque sus investigaciones fueron pro forma y defectuosas. A pesar de las obvias contradicciones entre la prueba pericial y la versión de los policías, y a pesar de los testimonios de Julio Ortiz Molina y Jesús Quiñones, cerraron las investigaciones con la conclusión de que los policías habían actuado en legítima defensa. La mayoría de ellos cumplieron cárcel por los delitos de perjurio, obstrucción a la justicia y asesinato, tanto en el foro de Puerto Rico como en el de Estados Unidos.
Los actores intelectuales de la emboscada nunca fueron acusados. Había muchos indicios, y testimonios, apuntando a que su plan era que los jóvenes no salieran vivos de Cerro Maravilla.
Epílogo: La relevancia de Cerro Maravilla
Cerro Maravilla es relevante porque encapsuló con intensidad, y en pocos años (1978-1988) condiciones sociopolíticas e institucionales que todavía existen, y que siguen determinando mucho de nuestras vidas en cuanto individuos y seres sociales; condiciones que se han deteriorado. Maravilla trata sobre el uso legítimo, e ilegítimo, de los poderes gubernamentales; de la ceguera que causan las ideologías; del peligro de tener un departamento de policía que usa ideologías y odios para darle a sus miembros un sentido de misión y de que están del lado «de los buenos».
Maravilla trata sobre la demagogia y el uso de la publicidad para manipular a la población; para articular y repetir mentiras, y para ocultar el grado de corrupción de los gobernantes. Maravilla trata sobre la importancia de evitar que el poder se concentre en pocas manos; sobre la importancia de que haya jueces independientes e íntegros.
Maravilla trata sobre todo eso y más. Eso de que «hay que pasar la página» es una tontería que repiten como papagayos quienes no quieren enfrentar realidades tales como la necesidad de la eterna vigilancia. La ignorancia y la desidia contribuyen a que se termine de esfumar la poca libertad que nos queda.
Excelente y magistral artículo.Hay que felicitar al compañero autor por tan buen recuento histórico. Hay que tratar de darle la mayor publicidad a ese artículo para mantener fresca la memoria histórica en la mente del pueblo que parece estar empezando a abrir los ojos. Mis felicitaciones y mi reconocimiento al autor por tan genial artículo.
Arcadio Cruz Negrón
Colegiado 12157