Dos letras para letrados
De los males de raíz
En este introito a la mejor redacción, importa fijarnos en los males que nos aquejan, algunos desde hace mucho, lastrando nuestra expresión de diversas formas. Cobrar plena consciencia de ellos nos permitirá enmendar errores y vicios lingüísticos que, a pesar de grados académicos y reconocimientos profesionales, cuando menos, «afean» nuestro decir oral o escrito.
En este ejercicio hay que prestar atención a los años formativos, primero en el entorno familiar y luego en el escolar, pues es en esa etapa de nuestra vida en que se adquieren buenos y malos hábitos en todos sus órdenes. El hogar y la familia más o menos extendida dejan huellas en todo nuestro ser, y el decir no es la excepción. De ahí que, a estas alturas del juego, algunos digan «antipasado» y otros «estábanos». Nada más con el testigo.
La escuela – aún la tan cacareada privada – no es siempre el antídoto a esa pandemia lingüística. Si lo fuera, yo no vería lo que he visto en mi mesa de editor durante cuarenta años. Si son muchos los que se cuelgan en la reválida de la abogacía, son muchos más los que se cuelgan en la de la redacción general y jurídica. Como en toda la educación, no es la U.P. R. ni Yale, sino uno mismo quien se educa con la exigencia ínterior.
La ignorancia, por un lado, y la tolerancia del error, por otro son el caldo de cultivo de un nivel deficiente del manejo de nuestra lengua oral y, sobre todo, escrita. Si en el hogar no se nos enseña bien ni se nos corrige, y luego en la escuela – a todos los niveles – se nos dejan pasar nuestros errores, la escena está lista para una vida de dificultades en la expresión y la redacción.
Si a lo anterior añadimos una escasa y pobre lectura como parte de nuestra vida cotidiana, tanto personal como profesional, completamos las condiciones que nos van a condenar a la mediocridad manifiesta en la comunicación en general y en la de la abogacía en particular. De la lectura que hablo es la que se hace de manera consciente, identificando loe elementos positivos y absorbiéndolos, para hacerlos propios de nuestro acervo lingüístico y usarlos apropiadamente.
De todo lo anterior debe surgir la disposición a escribir de manera autocrítica, fijándose en lo que se dice y cómo se dice, cuidando la expresión, no de una manera limitante ni con afanes de corrección académica o purista, sino de una comunicación clara y efectiva con alcance persuasivo. Sobre todo, logrando una economía expresiva que haga posible que un trámite procesal se lleve a cabo sin dilaciones debidas a un texto abultado innecesariamente.
Como todos los demás, el camino a la buena escritura se hace «andándolo» sobre el teclado de los dispositivos electrónicos de los que disponemos. En ello contamos con la asistencia de programas de redacción de textos que nos llaman la atención, advierten o sugieren acerca de errores o posibles deslices en el uso del lenguaje. Utilizados juiciosamente pueden ser muy útiles en la depuración y mejoramiento de un texto.
Continuaré en el próximo número.
Alberto Medina Carrero, editor