Fragmento de la novela “Se llamará Zacarías” de Luis Bermejales (seudónimo de Luis Rafael Rivera)
Durante el larguísimo mes de agosto Isabel escribe con la viveza de una abeja reina convertida en hormiga soldado. Su novela va saliendo como si se hiciera sola. Yo me mantengo confinado en el 1337 de Intervale Avenue procesando muchísimas cosas: sus repentinos misterios, la ida de Juan (sin llevar consigo la prueba material de las aventuras de Lorca), la suerte de mi tesis y, sobre todo, mi condición de desempleado. Así es como al despuntar el nuevo mes, movido por un anuncio en La Prensa sobre las fiestas de San Genaro —once días de juerga a partir del segundo jueves de septiembre—, rompo la inercia de la postergación y decido trasladarme a Little Italy.
Son las nueve de una mañana soleada, hora cuando el subway todavía es un hormiguero de gente. Tomo la línea 6 hacia downtown y me bajo en Spring Street Station, zona de edificios históricos cuyas fachadas se mantienen inalteradas a pesar del indetenible Chinatown. Si bien el enclave italiano es solo una puesta en escena de su pasado glorioso, constato que durante las fiestas en honor al patrono vuelven las tradiciones napolitanas.
Me sorprende, sin embargo, el estado de deterioro en que se encuentra el edificio de la empresa. Hasta al desvencijado rótulo le faltan varias letras. Además, llama la atención un banner redactado en tres idiomas: Ofrecemos la mejor mortadella boloñesa, una gran variedad de embutidos y, ahora también, quesos, grissini y vinos italianos, españoles y argentinos. Con solo leer la palabra mortadella, un flashback me devuelve a la infancia. Tenía nueve años, apenas unos meses después de haber hecho la primera comunión, y correteaba con mis cuatro hermanos coloreando el suelo y retocando el street art, obra de Diego, el mayor. Aquella tarde escuchamos unos cánticos incesantes, y nuestros padres nos obligaron a unirnos a la procesión de Viernes Santo. Aunque para nosotros soltar las tizas era un verdadero calvario, aquellos rezos de fin de Cuaresma nos hacían la boca agua, pues avisaban el manjar reservado para el momento cuando se rompía la abstinencia de la carne. Tempranito, la mañana del Domingo de Pascua, después del Santo Encuentro, mi madre regresaba de La Marqueta con unos bollos de pan sobao, dos bolas rojas de queso holandés y una mortadella cuya etiqueta aseguraba ser genuina Bologna (no una de esas embutidas en Wisconsin) y estar hecha de carne de cerdo, pimienta, ajo, mirto, nuez moscada y pequeños bloques cuadrados de grasa. Correspondía al viejo confeccionar los sándwiches, mantecoso ritual que tenía un fino truco. Ponía el fuego fuerte, cortaba unos eslaises y los arrojaba a la sartén, sin aceite, para que se hicieran en su propio sebo y quedaran crujientes. Al cabo de unos minutos, la grasita se derretía, y una vez las tiritas se habían oscurecido, las colocaba sobre el pan, de manera que el viscoso sobrante fundiera el queso. ¡Nadie desayunaba mejor en aquel proyecto de vivienda pública!
Salgo de la alucinación pringosa y vuelvo al presente. Un truck de gran capacidad, estacionado de cara a la calle y de espaldas al edificio, casi cierra el paso. Debo rondar un poco para encontrar el portal desde donde llamo por el intercom. Una voz ronca pide aguardar unos minutos hasta tanto Lucas Gallagher pueda salir a recibirme. Mientras espero pacientemente, tres obreros descargan mercancía y la mueven al sótano. Ellos no notan mi presencia. Por lo menos así lo interpreto, pues me siento transparente ante sus ojos. Pasados unos diez minutos cobro plena conciencia de cuán inoportuna es mi visita. Por eso lo primero que haré, me prometo, será disculparme por la falta de formalidad. En ese acto de contrición estoy cuando observo a Lucas salir por una puerta lateral que da a un pasadizo, no por el portal donde yo aguardo. Viene acompañado de un señor grueso, de rostro huraño, que chupa con gusto un habano y lanza bocanadas de humo como una chimenea intermitente.
—Debiste llamar antes de venir —me recrimina tan pronto se acerca, robándome la primera línea del libreto.
—Sí, lo lamento —acepto medio confundido.
—Él es mi socio, Filipo Castoldi —añade—. Hace doce años llevamos juntos esta empresa. Planeamos ampliar los ofrecimientos, por eso le pedí que viniera conmigo a conocer a uno de los aspirantes a las nuevas plazas.
—Pero lo mío es la literatura, no creo servir para los negocios —aclaro yo, un poco desconcertado.
—¡Qué va! Como sabes, nada hay sobre la tierra que no puedas hacer. Todo es cuestión de seguir instrucciones; el tiempo se encargará del resto.
Lo afirma enfrentando la cara de su partner en busca de asentimiento, pero este, con los cachetes redondos y el cigarro colgando del labio superior, clava sus ojos en los míos, incapaz de comprender, estimo yo, la trascendencia de esas palabras.
Seguimos hablando allí mismo. Al final, Lucas pide que vuelva a mediados de mes. Aunque me entrega las instrucciones escritas, recalca el asunto de la hora precisa: seis y cuarenta y cinco de la mañana. No pongo reparos ni pido una entrevista en una fecha más cercana, a pesar de la necesidad de trabajar cuanto antes. A Isabel también se le acaban los ahorros y ya no podrá recurrir a su padre. Castoldi masculla algo en napolitano, una conversación privada de colegas, a lo que Lucas solo contesta:
—Capisco.
Cuando dos semanas después regreso a Little Italy, aprovecho para detenerme en Café Verganno. Procuro un sándwich de mortadella, mas me debo conformar con unos panes dulces, empalagosos. Otros cien pasos y ya estoy en Kenmare, esquina Mott, donde encuentro cambios notables: el edificio rehabilitado, grandes portones de hierro en la entrada y un rótulo reluciente: Castoldi & Gallagher Imports, al que añadieron and Exports. Por suerte, Isabel ya salió del hospital después de convalecer unos días debido a una afección en las trompas de Falopio.
Comienzo a trabajar de inmediato. Solo así, a fin de mes habrá dinero para pagar los biles. Si bien no puedo decir que me entusiasme estar todo el día en este hodgepodge de aromas (mortadellas, bacalao seco y arenques ahumados), lo prefiero a las interminables tandas de platos grasientos que, antes de aparecer Juan, debía lavar en un restaurante griego. El calentador, anticuado y lleno de remiendos, fallaba a cada momento y el agua corría a punto de congelación.
Al principio todo camina bien. Por desgracia, tan pronto como llega el 30 de septiembre comienza la incomodidad. Y nada tiene que ver con el idioma, pues hablo el español tan bien como el inglés. Tampoco se trata de choques culturales, pues aquí los empleados son colombianos, hondureños o guatemaltecos… ¿A lo mejor alguien les habrá soltado que soy un intruso? Bastan los gestos, las miradas, las omisiones. A pesar de ello, es necesario trabajar. Las cosas no están como para ponerse blando y sensiblero. Al fin y al cabo, respondo directamente a Lucas y con él todo marcha de maravilla. Piensen lo que piensen, no soy un trobolmeiker.
Aunque así pienso, noto en los más veteranos (como Tigre, Colocho y Piturria) cierta renuencia a salir en mi auxilio cuando no atino con la labor. Eso sí, me gano la confianza de Gabriel Solórzano, un políglota nicaragüense con estudios universitarios que anda siempre vestido de blanco y una trompeta en la mano. También, la de dos secretarias panameñas. Me descifran las claves para subsistir en la empresa sin dejarme agobiar por los malos tratos de la gente de Castoldi. Juran que la debilidad de La Secta, así llaman a la cuadrilla, es el déficit de paciencia: «Son iracundos, pero se derrumban si la tarea exige perseverancia», observa Nancy Solís. «Tienen hormigas en el culo», añade Consuelo Harbar, la salerosa caribeña capaz de dar lo que no tiene por dejar de lado la Mac y montar su propio timbiriche de water-taxis en una islita de Bocas del Toro, su paraíso natal.
Me entero por Gabriel que Lucas me ha dado la oportunidad de laborar en el negocio, a pesar de la firme oposición de su socio Castoldi. Aprovechó que este quiso traer a uno de sus sobrinos a hacerse cargo del departamento de cobro, teniendo, como tenía, un turbio pasado de condenas y estadías en varias cárceles de Nueva York y Nápoles. Por lo visto, todo se resolvió con un quid pro quo: tú traes a Giorgio, pero abrimos un espacio para Zacarías.
No tardo en confirmarlo cuando escucho un altercado entre ellos en medio de una conversación supuestamente secreta. «Castoldi —me había advertido Lucas— es un tipo duro, nacido en Sorrento y crecido en New Jersey. Desde joven quiso ser actor, mas el carácter y un tic nervioso no le ayudaron en su carrera».
El Boss, de viaje por Europa, concreta detalles sobre la entrada en España por el puerto de Valencia de un importante cargamento de botellas de vino procedente de Argentina. Por eso hoy, al mediodía, aprovecho para salir de la rutina, dejando el escritorio y dedicándome en el sótano a abrir y cerrar cajas de mortadellas, obedeciendo solo las órdenes de Gabriel. Nada opino sobre la manera extraña de clasificar el producto y de remover o suplantar etiquetas y precintos. Comido por la curiosidad, finjo un golpe en la pantorrilla izquierda para detener el ritmo del trabajo, con la excusa de acercarme a Tigre. En realidad, aprovecho la ocasión para tratar de descifrar el código secreto de la misteriosa distribución. Tigre no se traga la treta, me mantiene a raya.
La tirantez continúa hasta las cinco en punto de la tarde. Termino el turno y, más atribulado que cansado, salgo cuanto antes del endiablado edificio decidido a calmar los nervios en alguna rústica cantina del Bronx. ¡Anda!, justo antes de internarme en el subway, me percato de que no llevo conmigo las llaves de la casa. Presuroso, doy un about-face para regresar a la oficina. Entro en el edificio por la puerta lateral, aprovechando que conozco la combinación de la cerradura. Rebusco, pero no las hallo. Me muevo al despacho de Lucas, activo las cámaras para hacer un recorrido visual por otros puntos donde estuve a lo largo de la jornada. Para mi sorpresa, Tigre, Colocho y Piturria siguen en el sótano, si bien ahora desembalando un fardo del cual extraen ladrillos compactos que luego van quebrando hasta pulverizarlos.
Shockeado, observo durante casi media hora sin saber cómo proceder. Pero necesito las llaves, así que, sin pensarlo más, me dispongo a bajar. No es necesario. En ese momento se abre la puerta y Castoldi se acerca lentamente. Con la misma flecha de su torva mirada, sin mediar otras palabras, me dispara:
—¡Oye!, tú en lo tuyo. No te metas en mis questioni personali.
No creo lo que escucho, y exclamo sorprendido:
—Pues no entiendo.
—Detesto tanto al ficcanaso como al que se hace el sciocco. Estoy dispuesto a dejar cerrado el asunto si prometes no hacer preguntas indiscretas. Entonces, chupa el habano, lanza bocanadas de humo y, antes de dar la espalda y marcharse por donde mismo entró, advierte:
—¡No quiero topillos de mierda en mi pelotón! Bien podrías acabar en el fondo del Hudson.
—¡Uf…!
—Y créelo, disgraziato, lo voy a hacer —remacha.
Pienso seguirlo y confrontarlo. Cuando me dispongo a actuar, una mano aprieta mi hombro derecho, deteniéndome en seco. Es Gabriel, que aparece de la nada. Con sobrias palabras me convence de que, mostrada la lápida, debo obrar con prudencia, y pone las llaves en mi mano. Desmoralizado, salgo del edificio y echo a andar cual culebra bastarda inoculada con su propio veneno. Sin duda, he visto lo que no debía ver y, de repente, para Castoldi y La Secta soy piedra de tropiezo. El incidente me deja de mal humor. Lo admito, ahora, cuando cabalgo sobre una bestia de rencor, venganza y odio, no querría ver a nadie. Ni siquiera, el rostro fugado de Isabel. Con todo, pronto advierto que no basta con caminar para botar la corajina; necesito desahogarme y recibir las siete bendiciones sobre una copa de vino. Por eso llamo a Javier, el bastón que me guía, y quedamos en cenar juntos en el vecino barrio judío de Lower East Side. Algo más tranquilo, después de escuchar su segura voz telefónica, camino desde Bowery Street y, embelesado por algunas vitrinas de las joyerías, atravieso el estrecho parque Roosevelt y llego a tiempo al punto donde Orchard toca East Houston Street.
Aquí, en Russ & Daughters —restaurante famoso por sus salmones ahumados— centrado en sí mismo JJ no para de hablar mientras remolonea con su insípida copita de vino blanco. Yo, en cambio, escucho y pateo mi gaznate con un manhattan, el cóctel a base de whiskey y vermut rojo que mi padre descubriera en el Waldorf Astoria: ¡el competidor con el pitorro en el círculo familiar! Acepto de buen agrado sus consejos hasta escucharle una línea inesperada:
—Isabel vino a Nueva York huyendo de un chico argentino, el mejor partido según el viejo Casalduc.
—¡Ni idea…! —miento.
—A lo mejor no fue así, suelo recordar mal —aclara JJ, mientras entrecierra sus ojos pequeños, pero mantiene la cabeza rapada en alto.
—¡Sabes, Isabel es una mujer muy reservada! —advierto.
—La pobre estará en una emboscada.
—Sí, lo sé.
—¿Lo de Borjita fue en la Universidad?
—Eso tengo entendido —contesto como quien captura el dato y no quiere soltarlo.
—¿Y ella pudo manejarlo?
—Tal parece. Por lo menos cuando coincidimos en el curso sobre Lorca nunca me puso el tema. Recuerda, en aquel tiempo ella residía en Morningside Heights. A raíz de los conflictos con su padre decidimos juntarnos en el Bronx.
—¿Y por qué se marchó de tu casa?
—Eso quisiera saber yo. A pesar de los bolsillos precarios, con ella vivía en las nubes, era lo mejor que me había pasado en la vida —expreso compungido y suelto un lagrimón, propio de un loco despechado por amor.
—Lo siento, Zacarías. Creí que lo tenías superado.
Es la primera vez que alguien me cuestiona con tanta vehemencia. Pienso cortar el interrogatorio, pero rectifico a tiempo para proyectar ecuanimidad. En adelante, no rehúyo el tema, aunque tampoco lo aliento. Más bien aprovecho cualquier break para torcer la conversación por otros rumbos u observar distraído a través del amplio ventanal que da a la calle.
—¿Hubo sospechas? —no duda en preguntar.
—Este tercer manhattan no sabe igual que los primeros; al bartender se le fue la mano en el bitter.
—¿Hubo sospechas? —insiste.
Toso varias veces antes de contestar, y exploto:
—¡Qué bronca, Javier! Claro que nada sospeché, no me jodas. ¿Por quién me tomas? Entonces se me acelera el pulso y empiezo a temblar de rabia contenida.
—Pues eres más ciego que Bartimeo, un soberano idiota incapaz de cogerlas al vuelo. Mira que te lancé warnings después de verlos juntos la primera vez.
—Tú y tus cacerías de brujas… Con razón Juan te llama Gafe; eres un aguafiestas, una mala sombra.
—Convendría que removieras el cerumen de tus oídos, así escucharías mejor. Te doblo la edad, no lo olvides —recalca con un énfasis que pronuncia la hendidura de su mentón.
—¡Juan es un cobarde!
—Y tú también lo eres —me echa en cara, refiriéndose a mi conducta pusilánime de no confrontarlo de veras.
—Llamaré al padre de Isabel —es lo único que se me ocurre decir para salvar la situación.
—Ni lo pienses. Aarón Casalduc solo querría saber de ti por una esquela. Está convencido de que eres el culpable del sufrimiento de Isabel y de todo lo que le pueda pasar.
Insisto en hacerlo, pero JJ me sorprende con un hecho que pone mi corazón en vilo:
—Mucho menos ahora, que andará preparándose para enfrentar el huracán Patrice. No me muevo de mi asiento. Todavía no tengo ganas de levantarme para salir a la calle porque él ha decidido seguir pusheando, ejerciendo otras acusaciones de manera frontal. Para apaciguar ánimos, dedico los minutos del postre a detallar el incidente con Castoldi.
—¿Quién te manda a husmear en sótanos oscuros? Por lo que me cuentas, La Secta estaba cortando cocaína.
—Lo vi con mis propios ojos. Removían kilómetros de envolturas y más envolturas, y hasta una gruesa capa embebida en grasa.
—Es la cinta aislante del olor que conocen los perros —resalta.
—El bloque de ladrillos —acentúo— tenía por encima una bolsa hermética de nailon grueso. Y luego de generosas capas de duck tape, una malla metalizada por dentro.
—Son sellados al vacío y los unen con calor; la malla es para refractar los rayos X del escáner —aclara, arrugando el entrecejo.
—El caliche Piturria no pudo resistir la tentación de catar el material.
—Con un solo pasodoble, como dicen ellos, son capaces de averiguar si algún intermediario adulteró la pureza.
—¡Eso significa que Castoldi también está en el menudeo! —asevero extrañado.
—Olvídate del asunto, no regreses a esa madriguera de lagartos. Conozco ese mundo turbio, lo vivo en la calle. Y con Lucas, corta por lo sano cuanto antes. Tampoco parece confiable el tal Gabriel.
—No empañes su nombre. Sobre el nica no puedo decir ni una sola palabra de reproche. Salvó mi vida. Si no me saca de allí, me despellejan. ¿Entendido?
JJ no responde de inmediato, como si estuviera atento solo a la manera de cobrar del mozo. Al fin, musita:
—Ya estás mayorcito para comportarte así. ¿O no?
—Pues lo tengo decidido, me quedo en el team de Lucas.
—Escucha, renacuajo. Nunca te fíes de esos capos italoamericanos —insiste encolerizado—. Son unos bravucones. Puros camorristas y pendencieros. Pregunta a quien quieras. Lee como tú sabes leer. Hablan con labia y te enredan. Después, claro, será tarde. ¿Por qué crees que se han peleado? Seguro, antes de tu llegada, otros pagaron los platos rotos.
Las recriminaciones mutuas continúan. Ya cuando el atardecer quiere dar paso a la noche, la sesión de catarsis termina como un frívolo episodio de reality show. Medio enfadados, debajo de un cielo cargado de nubes espesas, nos despedimos sin siquiera mediar un abrazo. Él, como es su rutina, cruzará a pie el puente de Brooklyn; yo, en cambio, iré directo en tren al nido del Bronx. A medida que me alejo, vuelvo la cabeza un par de veces, deseoso de que Javier también lo haga. Con amigos como él no acostumbro embuchar disgustos.
Contrariado, camino hacia la boca del subway en Essex Street. De repente, cambio de idea cuando viene a mi mente el gris recuerdo de Isabel. No hay por qué cerrar la jornada, reconsidero, estoy solo y sin ganas de volver a casa. Con el alma destrozada decido seguir explorando al azar el barrio judío, pero no llego a dar más de unos pasos cuando presiento que alguien me observa. Miro a ambos lados, y hacia delante y hacia atrás. Saco un pañuelo del bolsillo trasero, lo paso por las sienes y, al detenerme para doblarlo y devolverlo a su sitio, compruebo que alguien acecha. Son dos hombres, y están enmascarados. Trastabillo, se anudan los pies y quedo más paralizado que Lázaro. A pesar de ello, reacciono y cruzo la calle en diagonal para ganar la acera contraria. En una esquina me interceptan otros dos, decididos a increparme. Cuesta entenderlos porque fingen sus voces. Uno de ellos, un tipo alto y de brazos fibrosos, vestido de camiseta sin mangas y botines negros con punta de hierro, empuja mi hombro y respondo, pese a que estoy algo ebrio. Aunque es un combate desigual, trato de protegerme de sus puños macizos e intento golpear primero. Una patada en la entrepierna no logra el objetivo. Él aguanta el golpe y luego contrataca. Su brazo largo me encuentra indefenso. Trastabillo. No obstante, recupero y lanzo puños al aire. En eso me alcanza con un golpetazo a la altura de la cintura. Quedo inmóvil por el dolor. Luego, recibo un puño en el cuello y otro en la nuca. Caigo intentando cubrirme como puedo. Interviene un segundo hombre y pronto me reducen. Un tercero, restregando su pistola en mis sienes, hace ademanes de que está dispuesto a lincharme mientras vomita unas sucias palabras:
—Gusano, voy a reventarte los sesos.
Doy por seguro el remate, pero no lo hace. Me empuja hacia un rincón y caigo en el borde de un banco de madera, casi de rodillas delante de sus botas. Se baja, me atrae bruscamente hacia él, halando las dreadlocks. Quedo inmovilizado todavía más cuando encaja mis piernas entre las oxidadas patas del asiento. Después, gira mi cuerpo como un muñeco de trapo, rebusca mi ropa y me quita el smartphone. Ningún transeúnte interviene. Les basta con no mirar para desentenderse.
—Venga, empieza, te estoy esperando —escupe.
—¿Qué quieres saber?
—Todo, quiero saberlo todo, de quién fue la idea, cómo te contactó Lucas, qué le contaste a tu amigo en el restaurante, todo, vamos.
Saca un silenciador del bolsillo trasero, lo coloca en el orificio del cañón y comienza a presionarlo hasta que hace clic. Rompo a decir incoherencias. Hablo como un cotorro, a la vez que lo miro y me pregunto qué pasará ahora.
—Bueno… es que no sé qué más decirle.
—¿Quién es Daniel? ¿Uno alto, de rostro pálido, con el pelo muy ondulado?
—No, ese es Juan.
—Ah, pues… ¿cómo es Isabel? —pregunta antes de guardar la pistola.
La sola mención de Isabel me paraliza y no hablo más. Entonces, entre dos de ellos abren mi boca, sin que yo pueda poner resistencia, y agarran la lengua. Ignoro qué pretenden. Cuando se acerca otro, mostrando un fino bisturí, cobro conciencia de la desgracia que me espera. Con raro acento advierte:
—Podríamos matarte y todo sería más fácil. Sin embargo, nuestras reglas dictan que al chivato se le condena al silencio eterno. Te dejaremos libre, pero seguirás siendo un perro con cuerda corta de la cual tiraremos si intentaras decir de otra manera lo que ya no podrá enunciar tu boqueta.
No hace falta expresar lo que siento. El calvario no es más largo y doloroso porque alguien grita:
—¡Abran paso! Es Gabriel, lo reconozco por el lirio tatuado en el brazo derecho. Detiene la mano del agresor y ordena a los bandidos que se marchen. Al verle bien la cara me turbo aún más, pero él se hinca, pone mi cabeza en su regazo y revela:
—Me han enviado para darte una buena nueva: Isabel dará a luz un hijo.
—¡Imposible! —¿Cómo podré constatarlo? —pregunto con la voz en off.
—No temas, Zacarías. Tu petición ha sido escuchada.
Trato de seguir cuestionando, mas no puedo. Permanezco mudo como si hubiesen logrado amputarme la lengua.
—¿Está en peligro? —pregunto por señas.
—No desconfíes —me consuela—. Ella tampoco lo cree y temerosa abandonó Nueva York. Nadie sabe su paradero.
Así, de repente, Gabriel se evapora en una especie de niebla mística. No recuerdo nada más. Seguro me desmayé. Unas horas después despierto dentro de una sinagoga, en Broome Street, donde me atiende otro buen samaritano. Él mismo revela su identidad: Shira Taub, un médico-abogado. Inquiere sobre los hechos, pero soy incapaz de explicar qué ocurrió, ni de dar pistas de los delincuentes. Aturdido aún, no hallo los hilos de donde pueda tirar. Sigo sumergido en un universo de tinieblas.
A los dos días, todavía con señales visibles de haber sido apaleado, gracias al jamaqueo de JJ veo el socavón en el que he caído. Para empezar a poner de mi parte, considero textear a Lucas sobre los incidentes con Castoldi. Siendo ellos partners, es lógico suponer que la roña con uno deba conocerla el otro. Y no es que busque protección debajo de su ala, solo quiero evitar que se afecte el business. Desisto pronto. «De nada vale echar más leña al fuego y vivir con el miedo cotidiano por mascota», me advierte el manso Daniel. En todo caso, debo mantenerme lo más distante posible de los sicarios. Sigo con miedo. Hace una semana, un hombre se acercó y me susurró que Castoldi quería verme, insinuando que conocía mi madriguera.
Aunque no me llega una pista fiable, decido concentrar todas las fuerzas en traer de vuelta a Isabel. Desoyendo la subrayada advertencia de Javier: «Oye, a la protagonista huidiza no la busques en Chelsea ni en Gramercy Park», muevo cielo y tierra para encontrarla. Sí, a ella, a mi amante retorcida, a la misma niña weird de ojos almendrados, boca grande y labios voluptuosos que, con su súbito abandono, acabó metiéndome en este callejón claustrofóbico. Andando por el filo solo veo la alternativa de enloquecer y arrojarme por el puente de Brooklyn.
Por suerte, Lucas regresa antes de lo esperado y ya lo sabía todo. Veo el cielo abierto cuando me comunica los planes de ampliar los negocios a otros mercados internacionales. Por primera vez en mi vida, jubiloso, quiero salir cuanto antes de este desierto de tallos sin una rosa, que es Nueva York, de esta esponja gris infestada de ratas. Sin embargo, por su cara de asombro intuyo que él tiene otros designios para mí en los que no figura Castoldi. Así es. Vuelve a hablarme sobre Orbe Novo, aunque ahora detalla los pormenores del proyecto, vendiéndolo como se vende una joya y usando palabras sedosas y dormilonas. Necesita un Sancho y propone que lo siga a Vermont. Allí, en el mismísimo reino elegido por Robert Frost, afirma Lucas con vehemencia que tendré tiempo y sosiego para sobrellevar la tragedia y encaminar la tesis. Lo escucho con oídos de desconfianza y, desilusionado, rechazo la oferta. Puro bulchiteo, pienso, pues además de fantasiosa es inoportuna. Tampoco me seduce JJ con su solemne consejo de pasar una temporada en Hartford con Diego y Nacho. «Un cambio de aire», opina. Es una idea tan insensata como la de irme a Atlantic City. Allí mi hermana Verónica vive casada con su dios y en concubinato con el pastor de la congregación. En ese decadente dominio de tragaperras y outlets, la oveja blanca de la familia se la pasa aleluyando, plagiando en vano la palabra celestial: «Que si el fardo de pecados, que si las caricias del diablo, que si el fuego eterno». Solo pamplinas. Más atractivo parece ser el ofrecimiento de retirarme cabizbajo a Orocovis y engancharme en la agricultura sustentable de Helen, algo que me ayudaría a escapar del naufragio moral en el que estoy sumido. Pero, únicamente atino a pensar en el árbol de nísperos de donde se colgó el abuelo Narciso cuando fue expulsado de la cofradía del Santo Nombre. Nada, que en esta encrucijada vital debo escoger entre la horca y la guillotina; o sea, tragar una pastilla de cianuro o darme un disparo en las sienes.
Medito, delibero, especulo, doy vueltas a la calabaza. Al final, rendido ante la certeza de que en Puerto Rico no daré con Isabel, y aterrado por el avance demoledor de Patrice, no tengo más remedio que rebobinar mi orgullo y depositar toda la confianza en el agudo ojo de Lucas. Aunque receloso por el temor de haber caído en una emboscada, pronto compruebo el acierto del paso que estoy dando hacia el anhelado salvoconducto. En par de semanas, teniéndolo a él como director de tesis, logro romper el cerco burocrático e inscribo el nuevo tema de investigación: Lorca y Frost, líneas paralelas que se encuentran.
Después de días aciagos al fin siento el viento soplar un poco a mi favor. Aunque con residuos de amargura, fascinado por ciertas promesas me subo a la vieja troka de mi madre, mapeo la ruta Manhattan-Peacham y salgo a recorrer casi ochocientos kilómetros hacia el norte decidido a buscar la paz en los campos de Vermont. Allí, lejos de los carcamales de la Facultad e insinuado ya el follaje de otoño, me recibirá Gabriel. Y lo hará como Philip Cummings arropó a Lorca. El aterrizaje forzoso en el gueto pastoril anima mi esperanza de hallar en los peces deslumbrados del lago Eden la conjura doble que empujaba al «poeta de los equilibrios contrarios» a flotar entre la vida y la muerte.
Cuando bordeo Hartford en dirección a Springfield, detengo la marcha, reclino la cabeza y cierro los ojos. Intento imaginar el futuro, pero solo viene a mi mente una soleada mañana invernal poblada de abedules cargados de hielo, oscilando a derecha y a izquierda ante hileras de árboles más oscuros. En el cielo azul cinemascope que corona la escena, dejando abajo el auténtico paso de la tempestad, veo cómo se difuminan las letras del eslogan frostiano: «Dos caminos se bifurcan en un bosque amarillo, y yo tomé el menos transitado».