La condena de Evarista
Francisco A. Borelli Irizarry
Caminaba lentamente por el pasillo que conduce al cuarto de entrevistas. Llevaba en mi mano derecha el maletín de tela gruesa color negro que mostraba el desgarre de las costuras ante la presión que por años le hacía el exceso de todo lo que allí guardaba.
Como de costumbre, los jueves me correspondía entrevistar a los convictos referidos por el tribunal para el informe presentencia.
Era la mañana del 1 de octubre de 1990 y la noche anterior había sido larga. Participaba en los ensayos finales de la obra de teatro que presentaríamos el próximo fin de semana. Una que yo había escrito y que le propuse al capellán de la cárcel de mujeres presentar, como parte del programa de actividades culturales de la institución. Llevaba tres semanas ensayando durante las noches, y hoy comenzaría la primera de tres funciones. El cansancio y sueño me reclamaban su espacio. Me detuve brevemente frente a la puerta, ante el paso seductor por mi mente de la idea de regresar a mi casa. Pasé mi mano izquierda sobre mi cabello, luego tomé la perilla gastada de la puerta y finalmente entré. Me dirigí hacia el único objeto en donde me podía sentar, una silla de madera despintada que no tenía espaldar. Puse el maletín sobre un tope improvisado que sobresalía de la pared justamente al frente del cristal por donde vería al otro lado al próximo cliente. Me dispuse a sacar el expediente, cuando desde el interior del maletín se desprendió un mamotreto. Era el libreto de la obra teatral La sentencia de Eva.
Lo puse inadvertidamente en la mañana dentro del maletín, justo a la hora de salir de la oficina. A pesar de los múltiples malabares que hice para evitarlo, cayó abierto al suelo a pocas pulgadas de distancia de mis pies. Lo levanté poco a poco a la misma vez que alcancé a leer una de las líneas del personaje de Avelina:
Recuerdo aquellas palabras que arden en mi mente como condena de fuego:“Siempre te hará falta un hombre y él te dominará.
Cerré el libreto, lo guardé, saqué el expediente y de este una hoja titulada «Referido a oficiales probatorios» en la que se leía: Confinado: Evarista Ramos Ortega, Delito: homicidio, Fecha de sentencia: 24 de octubre de 1990. Nombre del juez: Socorro Diaz, Nombre del fiscal: Norma Morales Morales, Nombre del abogado: Lcdo. Héctor Ramírez Ortiz
Le pedí al carcelero que trajera a la confinada. Mientras me encontraba repasando nuevamente el documento de referido, a poca distancia, se escuchaba el sonido de unas cadenas que eran arrastradas por el pasillo y se acercaba cada vez más al ritmo parecido a una lenta marcha. A través de la ventanilla observé cuando la puerta del cuarto de los entrevistados se abrió. Detrás apareció una joven mujer, de entre 23 a 26 años, sumamente blanca, por aparente ausencia de sol, delgada, de cabello negro, de algunos 5’6” de estatura y vestida con el mameluco color marrón claro. Tenía los ojos opacos y resecos. Bajo cada uno de ellos relucía el color grisáceo obscuro de las ojeras. El cabello caía sobre su frente casi escondiendo la vista. Su mirada desconfiada se escapaba ocasionalmente entre sus cabellos, alternándose de forma intermitente entre la pared y mi persona.
Sentada de frente con el rostro inclinado hacia el suelo y el ceño fruncido, levantó la mirada en forma diagonal, dirigiéndola rápidamente hacia mí, como si lanzara desde el suelo una estocada fatal. Se mantuvo en silencio.
— Hola, Buenos días – le dije. -Mi nombre es Adrián; soy el socio penal encargado de preparar el informe social tuyo para el día de la sentencia. Mientras le decía esto, ella me observaba sin decir una palabra.
-Te voy a explicar el proceso. Primero, necesito hacerte unas preguntas personales y luego que me relates lo ocurrido. Otro día visitaré la comunidad donde vivías para obtener información de tus vecinos y familiares. Necesito tener toda la información que te requiera para poder hacer una adecuada recomendación al Tribunal sobre la probatoria.
–Yo no quiero probatoria – interrumpió bruscamente – no merezco probatoria… yo maté a mi hija, y no merezco probatoria…quiero cumplir, es mi condena, (Volvió a hacer silencio y bajó la cabeza)
Intrigado por aquellas expresiones, ignoré la secuencia de mis instrucciones y decidí aprovechar su espontaneidad para preguntarle:
— ¿Qué mataste a tu hija?… Explícame eso.
Esperé su respuesta que no llegaba. Sin retirarle la mirada, acomodé mi postura a la exigencia del torturador asiento. Al poco rato, entre susurros, escuché su voz:
— Le di una puñalada.
-¿Por qué?, le respondí de inmediato.
– Ella me lo suplicó
– ¿Qué edad tenía tu hija?
– Siete años.
De repente, quedé sin nada que preguntar. Mi mente se fue en blanco, y como un náufrago que busca desesperadamente algo en las aguas que lo mantenga a flote, introduje rápidamente mi mano dentro del maletín, en busca de las hojas de acusaciones, con la esperanza de verificar en sus contenidos que aquella afirmación era producto de una fantasía o de la sintomatología de algún trauma no atendido. Luego de una breve búsqueda me percaté de que no estaban. Recordé que las había dejado encima del escritorio antes de salir en la mañana a toda prisa, ante los constantes reclamos del chofer para que yo abordara sin más dilación el automóvil oficial.
Decidí variar la entrevista y no entrar directamente al hecho expuesto por la entrevistada. Entendí que debía quitar un poco la tensión que las últimas expresiones de Evarista habían causado en los dos.
Entonces, pregunté por su papá.
Ella me respondió:
–¿El de mi hija?
En ese instante entendí que ella quería abordar el tema de aquella hija a la que hizo referencia; así que dejé que ella se expresara, y le respondí:
–Perdón, sí, el de tu hija .
–¿Cuál de ellos?
— ¿ Cuántas hijas has tenido?
–Solo he tenido una hija y la maté. ..¡una hija!…. y la maté. ¿Por qué me preguntas cuál de los papás? Porque Nataniel estaba conmigo desde que la nena tenia dos años y ella lo quería como su verdadero papá. Pero, en veldá en veldá, su papá era Javier, un chamaco del barrio que vivió conmigo por dos años y luego de que la nena nació se fue con otra y se perdió pal carajo, y no sé de él.
Durante tres largas y extenuantes horas estuve entrevistando a Evarista. Decidí terminar, cuando sentí la necesidad de escapar de un calor sofocante por la sensación de haber sido transportado por aquel relato justo a uno de los pasajes al centro del laberinto infernal descrito por Dante en su obra. Decidí no esperar a que me recogieran de la oficina, como de costumbre. Opté por caminar, con la esperanza de que durante el trayecto de mi regreso aquella amalgama de eventos en la vida de esa mujer dejara de girar como un carrusel sobre mi cabeza.
Cuando Evarista quedó embarazada en el tercer año de escuela superior, su padrastro le construyó una pequeña casa en el mismo predio familiar, para que viviera allí con Javier, un joven desertor escolar aprendiz de mecánico. Evarista se resistía a vivir en aquella nueva casa. No quería estar cerca de Roberto, su padrastro, pues, lo acusaba de haberla tratado de violar a los siete años. Afirmaba que este se pasaba mirándola a través de las ventanas del baño y por las noches sentía sus pasos en el patio detrás de la habitación. Creció viendo a su madre llorar y gritar en múltiples ocasiones, tras ser golpeada cada vez que Roberto llegaba borracho en las noches, y cómo finalmente, una y otra vez, le retiraba los cargos presentados. Evarista le había pedido a su madre que terminara la relación con Roberto, pero Julia le respondía: «Los hombres son los proveedores de una casa y nosotras dependemos de ellos; así está escrito y nada podemos hacer, solo aguantar. Eso cambiará únicamente cuando las serpientes hablen». Evarista se ahogaba en silencio cada vez que su madre le repetía aquellas palabras. Encontró tranquilidad cuando Roberto abandonó a su madre, alegando que esta lo había contagiado con sífilis. Desde esa ocasión, su madre nunca se recuperó del abandono de Roberto, aunque sí de la sífilis.
Tiempo después de haber nacido Amelia, Javier no regresó a la casa. Decidió irse para Estados Unidos con otra joven, no sin antes haber dejado a Evarista con los recuerdos sobre su piel: las marcas resultantes de varias discusiones. Habiendo cumplido Amelia un poco más de dos años, Evarista conoció a Nataniel durante un culto religioso al que había asistido por invitación de Julia. Durante un tiempo estuvo asistiendo todos los domingos, más bien por el interés que le despertó este joven hacia quien Amelia sentía una especie de atracción filial, a la que Nataniel respondió con aceptación, para agrado de Evarista.
Convivía con Nataniel y se sentía tranquila, pues Amelia había desarrollado mucho apego por él y lo consideraba su papá. Todas las mañanas él era quien la llevaba a la escuela en donde cursaba su primer grado. Durante las tardes, Amelia salía corriendo de la casa, al sonido del cierre del portón principal, para arrojarse de un brinco sobre los brazos de papá, que llegaba del trabajo. Según lo expresó Evarista, imaginé aquella escena de la niña como la de un delfín brincando sobre las tranquilas y azules aguas del Caribe.
Desde adentro, Evarista contemplaba aquel espectáculo y abrigaba esperanza con una sensación de libertad.
Luego de varios años, Nataniel comenzó a llegar tarde en las noches. Primero los viernes y luego se extendió a otros días. Comenzó a dejar los quehaceres del patio a los que había acostumbrado a Evarista. Amelia comenzaba a preguntar por él. Ante las preguntas tímidas de Evarista, él respondía que trabajaba tiempo extra para traer más dinero a la casa. En varias ocasiones, realizando las labores de ama de casa, descubrió manchas de lápiz labial en las camisas de Nataniel, que según este, se produjeron como consecuencia de varios cortes de cabello que, como peluquero, había realizado a varias clientas.
Algunas de estos descubrimientos habían provocado tensión y discusiones entre ambos, que iniciaron nuevamente episodios de llanto en Amelia. No obstante, Evarista se apegaba con ansias a su esperanza, e ignoraba el ruido que sus temores provocaban en su cabeza y cada día aumentaban.
Nataniel comenzó a rehuir la intimidad con Evarista. Le recriminaba haberlo contagiado con un hongo vaginal. Las discusiones comenzaron a ser más frecuentes, y Amelia volvía a sus llantos nocturnos. Había desarrollado una especie de aversión hacia Nataniel que se activaba con solo verlo, y comenzaba a llorar y gritar.
Al cabo de varias semanas de constantes rechazos, y luego de una visita al ginecólogo, Evarista concluyó que Nataniel la había contagiado con una enfermedad de transmisión sexual.
Desde ese entonces, Evarista se sumergió en una profunda desesperación y rencor, y comenzó a adquirir múltiples objetos en forma de serpientes que colocaba por diferentes lugares de la casa. En ocasiones se le notaba conversando con varias de estas figuras. Una noche despertó cuando sintió una voz que le dijo: «Despierta ,despierta, tienes que ver otra vez». La voz provenía de una pulsera en forma de serpiente que tenia puesta en su mano. Se percató de que Nataniel no se encontraba en la cama. Se levantó, y con la mano extendida hacia el frente como si alguien la estuviera llevando, se dirigió hacia el cuarto de Amelia. Llegó hasta el umbral, y a través de la escasa claridad que una pequeña bombilla defectuosa permitía, vio a Nataniel sentado en la cama. Al lado se encontraba Amelia, dormida y desarropada. Evarista siguió observando y, de repente, comenzó a gritar, a la misma vez que ponía sus manos sobre su cabeza y luego sobre sus oídos. Escuchaba otra vez la voz de la serpiente. Inmediatamente, una explosión en su cabeza puso en silencio todo ruido del exterior. Veía a Nataniel haciendo gestos con sus manos y con su boca, como si estuviera gritando, pero no escuchaba nada . Amelia había salido corriendo y llorando de su cama, con las manos extendidas. Corría por la sala, dirigiendo sus brazos hacia Evarista, quien alcanzaba a mirarla desde lo profundo del túnel en donde había caído. De repente vio que las manos de Amelia se convirtieron en dos serpientes que le decían:«Libérame…libérame». Evarista inmediatamente se dirigió hacia Amelia, la abrazó, y llorando, le pidió perdón, al mismo tiempo que un quejido salido del vientre infantil buscó alivio sobre el pecho de su madre. De inmediato, un silencio… inundó la casa. Nataniel había salido corriendo. Amelia y Evarista dejaron de llorar, y se escuchó el sonido de un objeto metálico que cayó al suelo. Abrazadas la una a la otra, y ya en el suelo, Evarista soltó lentamente a su hija, mirándola a los ojos, mientras un extraño brillo apareció de entre las lágrimas. Un suspiro simultáneo anunciaba la sensación de un descanso. Amelia se volteó hacia la pared lentamente y sus manos se apoyaron en ella. Evarista, arrodillada y sentada sobre sus tobillos, bajaba poco a poco la mirada hasta su vientre. Amelia yacía en el suelo, bajo dos alas rojas formadas en la pared.
El tropezón con la escalera de concreto anunció que había llegado a mi oficina. Entré rápidamente y me dirigí hacia mi escritorio, en busca de las acusaciones. Allí se encontraban y, encima de ellas, un papel rosa con un mensaje que leí: «Llamaron de la oficina de la jueza. Informaron que el referido había sido un error. Evarista fue convicta de asesinato en primer grado y no por homicidio. No tiene derecho a probatoria. Cumplirá su sentencia (noventa y nueve años) en la cárcel. No tienes que hacer informe. Buen fin de semana». Firmaba la supervisora.
Allí encima del escritorio dejê el escrito que contenía la historia del caso de Evarista, una que probablemente pocos conocían. Mientras, la vida continuaba y me correspondía en ese momento dirigirme hacia el teatro municipal, en donde estrenaría mi obra La sentencia de Eva.