Salomón, los niños picados por la mitad y los disparates
Ramón Edwin Colón Pratts
Pues, resulta que, según dicen los libros santos, Jehová se le apareció al rey Salomón y, como Aladino el de la lámpara, le preguntó qué quería que le concediera. El rey le contestó que, ya que era muy joven y no sabía nada de nada, quería sabiduría. Jehová, al que le pareció que el muchacho era un tipo humilde al que no le interesaban las pesetas –el hombre ya las tenía– le dijo: «Pues, mira mijito, ya que eres tan buenagentón, te voy a dar sabiduría y, de ñapa, más riquezas». O sea, Jehová se esmandó con el muchacho.
De paso, y según los relatos bíblicos, Salomón no era nada de santito, ya que, en esos recovecos divinos del Viejo Testamento, está ampliamente documentado y sin mucho aspaviento, que tenía un harén de 700 mujeres legales y 300 concubinas. Con eso nada más bastaría para saber que el hombre andaba por malos caminos y que Jehová tenía que darle sabiduría. Setecientas legales y 300 concubinas, en cualquier liga suman mil mujeres y, por más macharrán que sea el doctor en divinidades o algún autodenominado profeta que analice el asunto, no tendrá forma de justificar ese inventario porque esa es una cantidad ridículamente inmensa en el viejo o nuevo libro, o en cualquier libro que no sea un censo femenino.
Pero, por esas excentricidades masculinas y otros asuntillos muy parecidos, como, por ejemplo, el gran número de esclavos que tenía, y que ordenó a lo run tun tun que mataran a todos los que no le eran leales, no es por lo que recordamos al gran rey Salomón. Su más valiosa contribución a la historia, dicen los que saben, fue en asuntos de justicia. El hombre, que era rey, también era juez, o sea, era el mandamás cuando de hacer justicia se trataba. Sí, juez, la persona que trabaja con lo justo o lo injusto, con lo que debe ser o no, con lo correcto o incorrecto según sus entendederas, con lo de «dar a cada cual lo que le corresponde» y hasta con la ley, figura iracunda que sirve de sable para cortarle la cabeza a los desposeídos, a los pobres, a esos que los políticos en el poder se refieren como «los más vulnerables», eufemismo de moda para identificar a los que les niegan todo, pero que les dan mucha pena.
¿Cuál fue la hazaña que hizo el mujeriego, asesino, esclavista, rico, sabio y juez que lo lanzó a la cúspide de la fama eterna? Un buen día, mientras atendía a cincuenta o cien de sus legales o ilegales muchachonas, se le aparecieron dos mujeres que, por lo poco que he leído, venían que botaban fuego y con afanes distintos de los del mujerío del harén que Salomón difícilmente podía atender bien. Resulta que las dos señoras de vida alegrísima vivían juntas y habían parido con tres días de diferencia. Parece que, en una de esas fiestecitas, a una de ellas se le fue la mano y llegó tan «cansada» que, cuando se acostó, accidentalmente aplastó a su recién nacida. Como lo haría cualquier listo, de esos que confunden inteligencia con trampas, a la doña se le prendió el bombillo de la maldad, y con la frialdad más fría posible, cambió su bebé por la otra que dormía placenteramente. Le puso la muertita al lado de la otra mamá y se tumbó la bebita ajena. En la mañana, se formó una tremenda trifulca por la titularidad de la bebé que estaba viva, que, en ese entonces, al igual que ahora, era objeto de posesión y sujeto de derechos ajenos. Esa parte nunca la he entendido bien. Las señoras vivían juntas, pero parece que bastante separadas. ¿Con quién dejó a su bebé recién nacida la que llegó tarde y aplastó a su niña? ¿Quién la amamantaba mientras ella laboraba? ¿Trabajaba en su casa? ¿Qué había consumido esa mujer y en qué cantidades que no se percató de que estaba aplastando a su hija? ¿Esas bebés, no lloraban? Además de estar loca de remate, se necesita mucha cautela, sigilo y maldad para dispararse la maroma de cambiar recién nacidos como si fueran chinas por botellas y así porque sí.
Dejando a un lado esos pequeños detalles divinos, pasamos a lo más importante, que nadie duda que usted ya lo sabe porque desde pequeño se lo han contado como una de las maravillas del mundo bíblico y, de ñapa, de la justicia. Se trata nada más y nada menos que del sorprendente dictamen que emitió aquel famoso jurisconsulto Salomón y que los profesores de derecho lo usan como ejemplo de sabiduría adjudicativa: ¡Pongan a la bebé en ese catre y córtenla por la mitad —les dijo a unos cuantos soldados de su inmenso ejército— y que cada madre se lleve una parte! ¡Diantre!, presumo que la picarían de arriba abajo porque si la cortaban por el ombligo se formaría el mismo lío entre las señoras discutiendo quién se llevaba la parte de arriba o la de abajo, las piernas o la cabeza.
Lo que pasó después es pan comido, y es que una de las doñas gritó: «¡Hombre no! ¿Usted está loco, mi muy querido rey? Esa bebé es de esa señora que viene garateando conmigo y ahora mismo se la entrego completa, sin cortes ni rajaduras». Y Salomón, en su infinita sabiduría regalada por Jehová, que también le dio riquezas que no necesitaba porque ya las tenía, muy socarrón miró a la otra mamá, que había hecho mutis con sonrisa lateral, y le dijo: «¡No se le ocurra tocar a esa criatura, que no es suya! ¡Que se la lleve la otra doña porque definitivamente es la madre verdadera!». Lo anterior es para llorar hasta el amanecer y, por lo menos, regalarle una bolsa grande de Kisses con almendras al mujeriego Salomón.
Lo que pasó no es de difícil comprensión. El muy sabio entendió que la señora que no quería causarle daño a la bebé, o sea, que no quería que la rajaran, y prefería entregarla entera, era la verdadera madre, como ocurre en las novelas turcas en las que nunca se sabe quiénes son los progenitores de los personajes, sean grandes o pequeños y que luego se descubre que era el que no era.
Yo, que nunca he sido muy religioso que digamos, cuando escuchaba esa historia, me daban unas irresistibles ganas de ir a misa. Ese cuento me lo creí hasta que, por no tener dinero para comprarme un camión de tumba, tuve que ponerme a estudiar derecho porque me salía más barato que el camión y el pago de la matrícula era dos veces al año y el del camión era mensual. Entonces, estudiando derecho se me formó un enredo con la famosa decisión del sabio rey del que les hablo. Y es que el que escribió ese cuento o relato bíblico supo escoger muy bien los muñequitos de la historia para que quedara linda y Salomón fuera ejemplo de la justicia: mamá y mamá, ambas paridoras casi simultáneas. Así, como dicen en el barrio Saltos número uno del Pepino, es un ñame. Además de lo inverosímil que resulta el relato que estoy seguro que nadie cree, a no ser que el creyente sea de la secta de Mayagüez que no se vacunó contra el COVID19 porque el pastor se lo dijo y se murieron todos, el desenlace del maternal y conmovedor incidente era de esperarse tan solo si pensamos que a una de las dos mujeres le faltaban algunas neuronas o tenía un caletre mermado. Si tenían iguales entendederas, las dos hubiesen dicho lo mismo, porque no es muy complicado entender que una bebé picada por la mitad no le sirve para nada a ninguna madre y el truco del mujeriego era ridículamente bobo. Si ambas madres hubiesen tenido magines iguales, a Salomón se le habría formado un lío de Jehová padre cuando las dos, a dúo, se hubiesen señalado recíprocamente con el dedo índice exclamando: «¡Es de ella!». ¡Pobre de Salomón! ¿Se quedaría él con la bebé para que sus mil muchachas legales e ilegales la criaran?
Como dije, estudié derecho, que ya para mi época era una profesión común y no como la que antes se mencionaba en la canción El Swing de El Gran Combo: «Yo no soy médico ni abogado ni tampoco ingeniero…». En la clase de familia, que la ofrecen el primer año, por ser la más fácil y menos complicada, y en la que todos los estudiantes salíamos bien –aunque en este nuevo mundo de especializaciones algunos se autoproclaman como expertos en pleitos familiares de alto voltaje, que no es otra cosa que gente de dinero utilizando a sus hijos menores para molestarse entre sí, atosigando a los tribunales con mociones urgentes y urgentísimas y que les hagan caso– me enseñaron que padres y madres tienen iguales derechos sobre los hijos, que no se pueden picar por la mitad, ni los derechos ni los bebés.
Cuando en las clases llegamos a las separaciones de mujer y hombre que tuvieron una bebé, como la del relato bíblico, y que la procrearon porque los astros se juntaron en una noche de bohemia con música de fondo, o porque se quisieron y luego se desquisieron o por lo que sea, y que decidieron separarse, divorciarse y no quererse más, recordé al gran sabio Salomón. ¿Qué tendría que decir el genio juzgador bíblico si en aquella época se hubiesen presentado mamá y papá con una bebé guindando del pecho de la madre y le preguntaban a quién le correspondía la criatura en caso de separación? El chistecito de picarla por la mitad no serviría porque ambos serían progenitores. ¿Qué diría Salomón?
Pues, en ese caso, y como presumo que se la pusieron difícil, me imagino que Salomón llamaría al que le dio sabiduría y riquezas y le consultaría como a un buen amigo: «Oye, Gallo, aquí tengo a dos unidades que me están complicando el día y no me dejan atender a mis mil mujeres y a los muchachos de mi ejército, porque cada uno aportó la mitad en la vida de una bebé llorona. ¿Qué hago ahora?» Y el de arriba le diría: «No seas tonto, Salomón, ¡para esos asuntos intrincados fue que te doté de inteligencia! Si no sabes cómo decidir, tienes que fundamentar tus determinaciones en el principio de oro, universal e infalible de pasar la papa caliente. La Ley del hombre es clara: Ordena un estudio a trabajadores sociales, psicólogos a la orden que tengan alguna especialización, o que hayan asistido a muchos seminarios, cursos y que estén certificados en alguna de las complejidades de bebés, niñas, adolescentes y adultas menores de 21 años y que tengan curriculum vitae abultados. Asegúrate de que el estudio incluya lo último del Sanedrín y del Oráculo Supremo: custodias compartidas, solicitudes de mudanzas y traslados y mucho de enajenaciones parentales, manipulaciones, apegos y triangulaciones, que es lo último de la avenida para echarle la culpa del desamor a las madres custodias que cargaron al bebé en sus entrañas, lo amamantaron, cuidaron, curaron, protegieron, abrigaron, educaron y los hicieron felices. Recuerda que ese embeleco de ser padres no es otra cosa que una invención necesaria, pero jamás igualitaria, cosa que parece que en ese mundo loco en el que vives, nadie comprende. No olvides advertirles a mamá y a papá que nada de lo que digan los informes será determinante en tu decisión. Cuando tengas todos esos estudios con pruebas de cuadritos, interpretaciones de manchas negras, dibujos de la familia, diagnósticos y recomendaciones a la orden, una opinión del pedófilo Richard Gardner, autor de la Ley de Enajenación Parental de la Isla del Encanto, llamas a mamá y a papá y les dices: ¡Lo tengo!, y le disparas un remedio judicial divino y no habrá dioj que te lo cuestione».
Me imagino que Salomón, que, por ser rey, guerrero, mujeriego, esclavista y rico, era muy desconfiado, preguntaría: «Oye, ¿y si esos informes son manipulados por la parte más poderosa, o sea, si compran la opinión de los peritos pagando por sus estudios y recomendaciones?» Y casi sin dejarlo terminar, Jehová contestaría: «¡Muchacho, olvídate de eso, que lo tuyo es ser juez, dar órdenes y hacer justicia de la de allá, no milagros!». Se me quedó la última parte del título: los disparates. Supongo que Jehová, cuando se iba esfumando hacia sus etéreos recintos, en voz baja dijo: «Mucho cuidado con los disparates, Salomón, mucho cuidado, que de esos estoy hasta la coronilla»