Unas reglas de administración . . .¿exquisitamente inclusivas?
Ángel G. Hermida
En una ocasión ya un tanto remota, y de la cual no quisiera acordarme, me vi obligado a estudiar las nuevas «Reglas para la Administración del Tribunal de Primera Instancia del Estado Libre Asociado de Puerto Rico», adoptadas por el Tribunal Supremo a mediados del 1999. Me maravilló descubrir como ya en el ocaso del siglo XX los jueces de nuestro más alto tribunal no sólo habían descubierto un estilo de expresión que de seguro consideraron era de la más rutilante vanguardia, sino que habían logrado plasmar ese estilo en un texto tan elegante, tan lúcido, tan sutil, tan elocuente, tan conciso, y muy sobre todo, tan moderno y tan agresivamente correcto desde la perspectiva feminista.
Debo suponer que las versiones de esas Reglas de Administración que rigieron durante etapas previas del siglo que recién terminó se dejaban guiar por el principio expuesto en el artículo 22 del Código Civil de 1930, presumiblemente conocido por aquellos y aquellas que redactaron las Reglas nuevas, al efecto de que la ley es igual para todos, sin distinción de personas ni de sexos”. Sin haber revisado esas viejas versiones, me atrevo apostar a que las mismas acogían el supuesto, cónsono con dicho artículo, y común en el idioma español desde hace largos siglos, de que en la expresión (tanto oral como escrita) la referencia al género masculino incluye implícitamente el femenino, a menos que del contexto surja lo contario. Así, estoy seguro de que cuando esas anticuadas versiones hacían referencia, por ejemplo, al Juez Administrador de algún tribunal, no añadían una referencia a la Juez Administradora, pues, aunque hubo muchas mujeres jueces en Puerto Rico durante el siglo XX, incluyendo Jueces Administradoras, esas versiones presumíane la referencia al Juez Administrador incluía de forma automática tanto a los varones como a las féminas. Y aunque no hubo ninguna Juez Presidenta durante todo aquel obscuro siglo, a nadie se le ocurría entonces que el que las Reglas no las mencionaran expresamente equivalía a negar la posibilidad de que las hubiera en el futuro. Aparte de ello, la palabra juez, por sí sola, se entendía en aquel entonces como neutral, ni masculina ni femenina, por lo que, tanto las mujeres como los hombres que alcanzaban la judicatura en aquel entonces no eran ni juezas ni juezos, sino que eran todos jueces por igual.
Las nuevas Reglas rechazaron con sobrada razón esa pretérita y prejuiciada sinrazón, hicieron justificado caso omiso de las normas del Código Civil entonces vigente, el cual (horror de horrores) tenía sus raíces históricas en el siglo XIX, rompieron lanzas a favor del más acendrado feminismo, y reconocieron expresa y repetidamente (sobre todo MUY REPETIDAMENTE) la realidad de que en el Puerto Rico de hoy las mujeres pueden ocupar, y en efecto ocupan, cualquier posición. Así, anticipando con dotes de sibila que no demasiado después varias mujeres habrían de asumir la presidencia del Tribunal Supremo, cada vez que las nuevas Reglas hacen referencia al Juez Presidente, incluyen en forma invariable y expresa una referencia a la Jueza Presidenta. Y nótese que no sólo presidente se reencarna en presidenta, sino que, con sutil y graciosa sutileza, juez también se transmuta en jueza.
Este reconocimiento expreso en las Reglas de las infinitas posibilidades femeninas cubre no solo a la Jueza Presidenta, sino a muchos otros funcionarios y funcionarias de la Rama Judicial, logrando su texto no sólo una abarcadora inclusividad, sino también una pulida y compacta elegancia difícil de imitar.
Por ejemplo, la Regla 3(a) indica que la dirección administrativa central del Tribunal de Primera Instancia recae
«en el Juez Presidente o la Jueza Presidenta del Tribunal Supremo de Puerto Rico y, por delegación de éste o ésta, en el Director Administrativo o la Directora Administrativa de los Tribunales».
De igual forma, el inciso (b) de la misma Regla 3 menciona con singular precisión que «el Juez Presidente o la Jueza Presidenta podrá designar Jueces Coordinadores o Juezas Coordinadoras Especiales del Tribunal de Primera Instancia que coordinen ciertos asuntos especiales para toda la Isla», con la aclaración de que
«[é]stos o éstas no ejercerán ningún tipo de función administrativa que pueda interferir con las funciones asignadas a los Jueces Administradores o Juezas Administradoras de Regiones Judiciales, excepto por lo que expresamente se disponga por el Juez Presidente o la Jueza Presidenta en su orden de designación».
En el mismo fino espíritu de expresión sencilla, económica y compacta, y de evitar repeticiones excepto cuando las mismas son absolutamente imprescindibles, la Regla 5(a) forma una pequeña joya lingüística, al disponer que
«Los Jueces Administradores o las Juezas Administradoras Regionales constituirán el Consejo Asesor Judicial, organismo de asesoramiento al Juez Presidente o a la Jueza Presidenta y al Director Administrativo o a la Directora Administrativa de los tribunales sobre asuntos de administración judicial del sistema. También formará parte del Consejo Asesor Judicial, la Jueza Administradora o el Juez Administrador del Tribunal de Circuito de Apelaciones».
De su parte, la Regla 7(c)(1), luego de disponer que «[e]l Juez Presidente o la Jueza Presidenta designará anualmente, de entre los Jueces y las Juezas Superiores, un Juez Administrador o una Jueza Administradora para cada región judicial», añade una lista de las funciones y responsabilidades de éstos y éstas, incluyendo el hacer recomendaciones «al Juez Presidente o a la Jueza Presidenta, o al Director Administrativo o a la Directora Administrativa de los tribunales» sobre áreas susceptibles de reglamentación uniforme «que no hayan sido reglamentadas por estas Reglas, por el Juez Presidente o por la Jueza Presidenta», el «[d]esempeñar las funciones y responsabilidades que le sean delegadas por el Juez Presidente o la Jueza Presidenta, y por el Director Administrativo o la Directora Administrativa de los tribunales», el «[a]sesorar al Juez Presidente o a la Jueza Presidenta y al Director Administrativo o a la Directora Administrativa de los tribunales», el rendir los informes periódicos que le fueran requeridos «por el Juez Presidente o por la Jueza Presidenta, o por el Director Administrativo o la Directora Administrativa de los tribunales», el [r]equerir de los Jueces Administradores Auxiliares y de las Juezas Administradoras Auxiliares de la región» los informes que estimen necesarios, el «[m]antener una relación de trabajo efectiva con el Director Ejecutivo o la Directora Ejecutiva Regional», y entre otras cosas más, el [c]elebrar reuniones ejecutivas . . . con los Jueces Administradores Auxiliares y las Juezas Administradoras Auxiliares». Resulta notable con qué elegancia, con qué admirable economía de recursos, con qué sutileza, las nuevas Reglas nos recuerdan el principio de la igualdad entre los sexos.
Pero la inclusión expresa en las Reglas de la versión femenina de cada título que pudiera levantar sospechas de tener implicaciones machistas no se limita a los jueces y juezas. Así, la Regla 7(c)(5) dispone que «[e]l Director Administrativo o la Directora Administrativa de los tribunales, previa recomendación del Juez Administrador o de la Jueza Administradora de cada región, nombrará un Alguacil o una Alguacila Regional», quien «supervisará a los alguaciles y a las alguacilas de la región judicial». Claro está, una Regla tal no podría tolerar que la oficina que habrá de dirigir ese funcionario o funcionaria retuviera su tradicional nombre sexista de Oficina del Alguacil, por lo que la misma adquiere con esta Regla el elegante nuevo nombre de «Oficina del Alguacilazgo». Afortunadamente, a pesar de la sospechosa letra final «o», y ya que una oficina en sí no tiene sexo, no fue necesario añadir «o de la Alguacilazga».
Sin duda que estas Reglas, adoptadas en el ocaso del siglo XX pero excelsamente dignas del siglo XXI, representan no sólo un saludable repudio al uso de lenguaje sexista en nuestros documentos legales, sino que logran ese resultado en un texto compacto, económico y elegante, y no menos lúcido por ser tan sutil.
Ante ese maravilloso ejemplo, y aunque sabiendo que corro el riesgo de que se me tilde de hipócrito y oportunisto por salir ahora por vez primera en defensa del feminismo lingüístico, siento la necesidad en esta ocasión de insistir en que el único pecado de estas Reglas es que no llevaron su postura reformista hasta su conclusión lógica. Si la palabra juez dejó de ser neutral en cuanto a género, y es por tanto necesario ahora llamar juezas y no jueces a las mujeres que son elevadas a la judicatura, los varones que reciben ese honor tampoco debieran ser llamados jueces, sino juezos. Por tanto, el contraparte masculino de la Jueza Presidenta debiera ser el Juezo Presidento, el de la Jueza Administradora el Juezo Administradoro, el de la Jueza Superiora el Juezo Superioro, y el de la Jueza Municipal el Juezo Municipal. De igual forma, la Administración de los Tribunales debía estar regida por una Directora Ejecutiva o un Directoro Ejecutivo, y en los casos criminales debemos tener tanto jurados como juradas. Si la función secretarial en los tribunales la llevan a cabo las secretarias y los secretarios, entonces la seguridad debía estar a cargo de las alguacilas y los alguacilos, y la limpieza a cargo de los conserjos y las conserjas. Así se lograría la mayor armonía en el sistema judicial, y tanto los litigantos y las litigantas como los testigos y las testigas que acudan en el futuro a los tribunales sabrán que allí se ha eliminado por completo el sexismo. Incluso la asociación que agrupa a los juezos y las juezas debe cambiar su nombre, y llamarse a sí misma la Asociación Puertorriqueña de la Judicatura y el Judicaturo.
No podemos ser egoístos ni egoístas en cuanto a extender esta reforma lingüística a otros campos, aunque en algunos casos no sea evidente a primera vista la mejor forma de llevarla a cabo. Por ejemplo, el calificativo de patriota debe ser modificado, por la confusión que crea. Aunque el vocablo termina en la letra «a», que es usualmente una terminación femenina, se deriva de la palabra «patria», y ésta puede sonar como que viene del latín pater, que significa padre, y por tanto parecer un descriptivo masculino injurioso a las feministas. Por lo tanto, no sería suficiente decir patriotos para los hombres y patriotas para las mujeres. La confusión sólo se elimina si todas las personas y todos los personos nos referimos de aquí en adelante sólo a los patriotos y las matriotas. Y para que nadie piense que el adjetivo despectivo de burócrata implica que los miembros y miembras de esa clase son mayormente mujeres, debe quedar claro que los burócratos también contribuyen mucho al paralizante papeleo.
Lo anterior, aunque bueno, es insuficiente. Se debe modificar radical y sistemáticamente la forma en que usamos todas aquellas formas de expresión que no reconocen expresamente que las mujeres pueden no sólo ocupar todas las ocupaciones y llevar a cabo todas las funciones que antes estaban reservadas a los hombres, sino también aquellas palabras que no reconozcan expresamente que las mujeres pueden poseer todas las virtudes y (por qué no) todos los defectos, incluso los que en una época eran considerados como típicamente masculinos. En esto no debe haber divisiones de clase alguna. Es una lucha en que todos nos debemos unir, seamos intelectualas o intelectualos, atletos o atletas, artistas o artistos, poetos o poetas, deportistas o deportistos. A fin de cuentas, somos boricuas y boricuos todos, y en cuanto a esto debemos sin excepción ser intransigentos e intransigentas. En esta lucha habrá espacio para todos y todas, desde líderos y líderas hasta ayudantos y ayudantas. Ni el piloto o la pilota que haya volado por el cielo, ni siquiera la astronauta o el astronauto que haya estado en la Luna, podrá evadir su responsabilidad. Cualquiera o cualquiero que se oponga a este cambio se arriesga a ser calificado de canallo o de canalla.
Tampoco debemos ignorar que esta reforma es particularmente necesaria en el mundo de las artes, no obstante el hecho de que allí el mayor problema es que las terminaciones sospechosas, en su gran mayoría, discriminan mayormente contra los varones. Después de todo, el discrimen por motivo de sexo es siempre reprochable, no importa de cuál lado venga. Por tanto, debemos insistir en que de aquí en adelante será imperativo referirnos siempre a la pianista y al pianisto, a la violinista y al violinisto, a la trompetista y al trompetisto, a la chelista y al chelisto, a la novelista y al novelisto, a la poeta y al poeto, et seq. De forma similar, en las profesiones, debemos hablar de médicas internistas y médicos internistos, de siquiatras y siquiatros, de dentistas y dentistos, de oculistas y oculistos, de ortopedas y ortopedos, de pediatras y pediatros, de economistas y economistos, de contablas y contablos, et seq. ad nauseam. Si Cervantes, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Sor Juana Inés, Rodríguez de Tió, Darío, Palés Matos, y otros tantos y otras tantas vivieran, ¿no nos lo agradecerían?