Don Pepe, memorias de una oficIal jurídica
Nilda M. Navarro Cabrer [*]
Mucho se ha escrito sobre el licenciado José Trías Monge y sus aportaciones como delegado a la Convención Constituyente del Estado Libre Asociado de Puerto Rico, Secretario de Justicia, Juez Presidente del Tribunal Supremo y autor de tratados jurídicos. En conmemoración de su centenario, quiero compartir algunas memorias del Don Pepe que conocimos aquellos que vivimos la aventura de trabajar con él como sus oficiales jurídicos.
Aquella mañana de septiembre de 1983, recién graduada de la Escuela de Derecho, llegué temprano, con mariposas en el estómago, a mi primer día de trabajo como oficial jurídica del Juez Presidente del Tribunal Supremo de Puerto Rico. Era intimidante estar allí. Me habían precedido profesores distinguidos y abogados importantes y exitosos. Era inevitable cuestionarme: ¿daría el grado?, ¿servirían para algo mis memorandos?, ¿me tendría que ir antes de tiempo por no aprobar el examen de reválida?
Subí las escaleras muerta de miedo hasta llegar a la oficina del Juez Presidente. Una vez allí, respiré profundo, logré enunciar palabra e identificarme con una de las secretarias. De inmediato salió Trías Monge a darme la bienvenida a su equipo de trabajo. Era bajito, delgado, cortés, de hablar suave y pausado. Me recibió amablemente; me presentó a cada una de sus secretarias y ayudantes, y me mostró la pequeña oficina, contigua a la suya, que habría de ocupar ese año.
Nos reunimos en su despacho. El Juez me explicó el proceso de redacción de memorandos y me indicó que debía colocar todos los libros que citase en un pequeño anaquel con ruedas que estaba junto a su escritorio. “No se preocupe de los tratadistas en idiomas que no domine” –me dijo– “de esos me encargo yo”. Inmediatamente le confesé que tendría que encargarse de los franceses, alemanes, italianos, portugueses… en fin, de prácticamente el mundo entero. Don Pepe sonrió. Al salir de su despacho, vi por primera vez el cuadro que colgaba en la pared frente a su escritorio, sobre la mesa donde se colocaban los expedientes de los casos a discutirse cada semana. Eran dos barquitos de papel. La Armada Invencible, supe meses después que se llamaba el cuadro.
Así comencé el mejor trabajo que he tenido en mi vida. Con la avidez y el entusiasmo de la juventud, y con la certeza de que estaba bajo la tutela de una mente extraordinaria y de un servidor público incomparable.
Si sorprendía su dominio sobre el derecho y su vasta cultura, más asombraba su disciplina y dedicación. Cada día, el Juez llegaba al Tribunal a las nueve de la mañana. Trabajaba sin cesar y al mediodía almorzaba siempre en su casa. Tras el almuerzo, tomaba una siesta y regresaba al Tribunal temprano en la tarde. Trabajaba usualmente como hasta las siete de la noche. Nos contaba que, al llegar a su casa, antes de cenar, nadaba una milla en su piscina, para lo que no recuerdo cuántas vueltas daba. “Divido mi día en tres segmentos”, me dijo una vez, explicando que comenzaba cada segmento tan descansado como en la mañana: la tarde tras la siesta y la noche después de nadar. Para no aburrirse nadando, cada día contaba las vueltas a la piscina en un idioma distinto. Después de cenar, tocaba violín, trabajaba en sus libros, leía y, a veces, escribía poesía.
Don Pepe decía que nadar es como caminar; después que uno se acostumbra, no se cansa y puede continuar todo el tiempo que disponga para ello. Una vez, al regreso de un viaje, contó que estaba nadando en la piscina del hotel y llegaron unos muchachos jóvenes y atléticos. El Juez, que siempre se vió mayor de lo que era, los retó a una competencia de resistencia, a ver quién podía dar el mayor número de vueltas a la piscina. Los muchachos se rieron burlones, aceptaron de inmediato y se lanzaron ágiles y rápidos. Tras varias vueltas a la piscina, los muchachos estaban exhaustos y se rindieron. Don Pepe, por su parte, continuaba nadando despacio, a su ritmo.
Casi siempre el Juez iba a trabajar los sábados al Tribunal, usualmente de nueve y media de la mañana a una o dos de la tarde. Muchas veces también trabajaba los domingos. La regla no escrita era que se esperaba que los oficiales jurídicos también nos presentásemos a trabajar el fin de semana. Al finalizar la mañana, los sábados y domingos, Don Pepe siempre dedicaba un rato a dialogar con sus oficiales jurídicos sobre diversos asuntos, no relacionados al derecho. Su conocimiento sobre una infinidad de temas nunca dejó de sorprenderme: historia, literatura, música, poesía, arte, ciencias… Un día llegó con una novela de Jorge Amado en portugués, un diccionario y una pequeña gramática, y me dijo: “Estudie la gramática y comience a leer la novela. Cada vez que no entienda una palabra, la busca en el diccionario y verá como en poco tiempo estará leyendo portugués”. Tenía razón. Seguí los pasos y para mi sorpresa, leí la novela completa con el beneficio de la crítica literaria de Don Pepe.
En aquella época no había computadoras, sino maquinillas. En la oficina de Trías Monge, sólo la maquinilla de una de las secretarias tenía una pequeña pantalla en la que se podían ver y corregir dos líneas de texto. Los oficiales jurídicos escribíamos los memorandos a mano y los entregábamos a una secretaria que transcribía el documento a maquinilla. Aún después de varios borradores a mano, el documento que entregábamos a la secretaria siempre tenía tachaduras, flechas añadiendo párrafos y notas indicando que debía copiar algún pasaje de un libro. Don Pepe, en cambio, escribía de una vez; pausada y coherentemente, sin borradores, sin tachaduras, con su pluma fuente de tinta negra, despacio y consistente, en libretas tamaño legal de papeles amarillos. Páginas y páginas sin una tachadura, así fuese una opinión, un artículo, una conferencia o todo un libro.
La investigación legal de aquellos tiempos consistía en buscar libros, utilizar digestos para encontrar los casos, sin investigación en línea. Recuerdo vívidamente el día que el Juez me llamó entusiasmado para que viera la maravilla tecnológica que habían instalado, a manera de prueba, en la oficina del panel central de los oficiales jurídicos. Fue el primer módem que vi en mi vida. Era un terminal conectado por un curioso aparatito a un teléfono, de esos que se marcaban introduciendo el dedo en el número correspondiente mientras lo giraba a favor de las manecillas del reloj, que de alguna forma servía para obtener citas de casos.
Don Pepe podía estar enfrascado en la redacción de una opinión, pero si llegaba su esposa, doña Jane, detenía lo que estaba haciendo y tomaba un momento para expresarle una palabra de cariño. En broma comentaba: “El título será Chief Justice, pero en realidad, I’m just the Justice, she is the Chief”.
El Juez no solo detenía lo que estuviese haciendo para atender a doña Jane, varias veces lo escuché un sábado o domingo, contestar el teléfono de la oficina y dedicar su valioso tiempo para atender pacientemente a la persona que había llamado al número equivocado. Don Pepe buscaba en la guía telefónica el número de teléfono correcto y se aseguraba de dictarlo despacio y ayudar al interlocutor perdido, que por error había llamado a la oficina del Juez Presidente.
Era evidente que estaba ante una persona que, además de su aguda inteligencia y dedicación admirable al trabajo creador, era también un ser humano de sorprendente humildad, sensibilidad y ternura. A sus “como usted sabrá” –frase con la que usualmente comenzaba a dialogar sobre algún tema– podía contestar con mis “no sé”, porque siempre, a pesar de lo ocupado que estuviese, sacaba tiempo para explicar, enseñar y aconsejar. Gracias a su sentido del humor, el proceso de aprendizaje era, además, ameno. Don Pepe era de esas personas que rara vez uno se encuentra en la vida, que hace sentir a los que le rodean privilegiados por ese mero hecho.
El año que trabajé como su oficial jurídica, Trías Monge cumplió diez años como Juez Presidente. Todos los que habíamos colaborado con él como sus oficiales jurídicos durante esos diez años, nos reunimos a celebrar una cena en su honor y le entregamos una placa en forma de memorando. Ese memorando no tenía citas ni venía acompañado del anaquel con ruedas donde se colocaban los libros utilizados para preparar el memorando. En el memorando conmemorativo, los abogados y abogadas que tuvimos la fortuna de comenzar nuestra carrera trabajando con Don Pepe, le expresamos nuestra más sincera admiración y agradecimiento por una década de dedicación y excelencia.
Finalizando mi término como su oficial jurídica, para mi cumpleaños, me entregó una Resolución del Tribunal Supremo de Utopía que lee: “Se ordena que se abstenga de cumplir años hasta nueva orden”, aclarando que, de ser revocado por autoridad más alta, expresaba su felicitación. Don Pepe suscribió la Resolución como Juez Suplente y los compañeros de trabajo firmaron, certificando la misma. Por más que he tratado, no he logrado cumplir la orden de mi querido Juez Suplente de Utopía. Hoy, me faltan solo unos años para llegar a la edad que tenía el Juez cuando trabajé con él como oficial jurídica. Miro atrás y me doy cuenta de lo afortunada que fui. Con humildad y cariño, me limito a decir: gracias, Don Pepe.
[*] Profesora Adjunta de la Escuela de Derecho de la Universidad de Puerto Rico y abogada en la práctica de la profesión.